Cuando la ciudad se ceñía a la cintura su reguero de pólvora. Cuando por las calles bajaban ríos de chocolate con buñuelos. Cuando todo empezaba ... a arder, yo estaba allí, en Valencia, viendo emocionarse a esa fallera, como si ese incendio fuera en la plazuela de su pecho y se le quemara su alma gemela de cartón piedra. Y era tan fácil para ella desaparecer en la muchedumbre. Seguro que desde niña se dormiría hasta con el estruendo de cualquier traca del barrio. Plácidos sueños de triquitraque entre llamas creo la acariciarán siempre. Y me enseñaba, sin pudor, en esas húmedas mejillas en llamas, la mejor cremá que yo había visto. Y uno que en la vida tiene que esconderse o mirar antes de reojo o rememorar removiendo en las frías cenizas... ¡Oh, maldita vergüenza que le corta a uno las lágrimas!
Publicidad
Y el azar me llevó un tiempo después a la casa de Maui y Salva de Carlet, invitado a comer o mejor a degustar la verdad de una paella.
Uno no sabía que hay un preciso y precioso guion escrito en el valenciano paladar del tiempo. Que hay un lento ritual como el de esa novia vistiéndose lentamente en el día en el que el brillo del oro de su alianza bajo mil campanas y vencejos, la hará florecer.
Uno no sabía que el anfitrión se casaba siempre con la paciencia. Que hasta que no terminara de unir en uno solo todos los sabores de esa criatura sagrada con cara de girasol tostándose al fuego de una falla de leña de naranjo, no deserta del fogón de su sacrosanta garita.
Y sobre la mesa de Maui y Salva, ese único redondo pesebre de vajilla de hierro para todos. Ese bajío de albufera donde encalla el arroz con sus judiones como peces dormidos. Donde flotan esos islotes de carne alada como remansos de lujuria. Brotes verdes de mimada huerta valenciana, y largas tiras rojas de pimiento como atavíos de guirnaldas de verbena en fallas, engalanan todo ese arrozal de acuarela con su luz, y como si saliera del pincel del mismo Sorolla.
Publicidad
Y sólo de cubertería una cuchara para cada boca. Aquí no hay remilgos, aquí nos revolcamos todos juntos en un vaporoso arrozal, que, si no, el sabor vuela y se evapora si lo arrancas de su tibia tierra al ruedo de un frío plato de loza.
Y antes del ágape, incrédulo, volqué despacio la obrera cuchara de turno como en la playa dejas escapar entre los dedos un puño de arena. Y la lluvia de granos de ese arroz otoñal, caía como polvo de estrellas que derramara la varita de un viejo mago con cucurucho, túnica de tafetán y larga barba blanca de chivo.
Publicidad
Y todo ese maridaje de un pueblo en mi pobre boca, sin escuela ni maestro, acostumbrada a ese oropel pegote amarillo en la marmita de los domingos.
Lo demás es cosa del silencio dorado en la alacena de una boca: allí donde se acuestan esos sabores y olores y emociones que, sin llamarlos, remontan el tiempo, vuelven intactos. A mí ese día me vino a la boca el aliño de arroz de aquella muchacha, hecho de sus lágrimas.
¡Oferta especial!
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión