Las rosas hacen muy bien su trabajo, sobre todo mañana en ese hermoso día de corazones de San Valentín. San Valentín, aquel sacerdote en Roma ... que, en aquellos años de persecución del cristianismo, desposaba en secreto a los soldados con sus prometidas. Los emperadores romanos, politeístas, querían soldados sin evangelios, solteros, sin ataduras, despegados de las cosas del querer, que así eran mucho más aguerridos en el campo de batalla. Descubierto, Valentín fue arrestado y confinado en las mazmorras, donde el oficial encargado de su custodia le retó a devolverle la vista a su hija Julia. El joven sacerdote aceptó el reto y en nombre de Dios devolvió la vista a la joven. Pero a pesar del milagro, Valentín siguió preso, y el 14 de febrero del año 269 fue lapidado y decapitado.
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La leyenda cuenta que Valentín, enamorado de Julia, envió una nota de despedida a la muchacha en la que firmaba: «De tu Valentín», de ahí la expresión anglosajona con la que se firman todavía las cartas de amor: «From your Valentine». Julia, agradecida, plantó un hermoso rosal junto a la tumba de su enamorado.
Sí, las rosas hacen muy bien su trabajo, y a pesar de que ya no nacen del corazón de la tierra, de que ya no sufren para reinar en el rocío. Bajo la toilette de cristal de las nuevas rosaledas, suspendidas, sin tierra, sin sol, imitando a los alados y sosos tomates, nacen tan perfectas, tan bellas con su piel de rojo o rosa o amarillo o azul terciopelo ardiente. La pena es que vienen rociadas de un aséptico olor: Todavía imposible coserles ese volandero perfume único que tiene una rosa nacida de la bodega de la tierra. Pero da igual. Para casi toda mujer, cada ramo guarda una fecha grabada, un rostro diferente, una nueva cita en el jarrón de cada catorce de febrero. Y por encima de todo, para ellas, es un sentimiento.
Por eso, para muchos hombres, las rosas son el mejor aliado para un remiendo. Sobre todo, cuando hay que pegar un trocito roto dentro de un descuidado regazo. Y ahí están. Y mejor ramos de rojo rocío y rubí ardiendo, que esos sacan melindres de niña en carne madura y ciegos besos eternos de esos de final de película rosa.
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Son nuestra celestina. La manera de decirla esas palabras que, a partir de cierta edad, no sabes por qué no te salen espontáneas, como si te diera pudor un «te quiero» acercándose a esos trillados labios de toda la vida. Quizá sea por culpa de ese deseo, que con los años se apacigua, le salen arrugas, y lo que has ido callando por sabido, ese «te amo» que no dijiste un día, se va amontonando uno sobre otro y otro..., y pesa y pesa..., y miedoso ya no se atreve a salir de la garganta.
Pero ahí están. Basta esa sorpresa de un ramo apareciéndose por detrás de la espalda, para que, ¡ale hop!, zarandee la rutina y vuelva el deseo de los besos al redil.
Sí, las rosas hacen muy bien su trabajo... Ahora que el amor, ya no es aquel incendio.
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