Acompañando a una amiga a El Corte Inglés, era rara la vez que la susodicha no acababa trincando alguna fruslería. «¡Mira!», me decía en cuanto ... torcíamos la esquina, y se sacaba del bolsillo del chaquetón una cajita de madera, un pasador del pelo. Era tan fina en lo suyo que ni siquiera yo, que había estado a su lado todo el tiempo, me percataba del asunto. No la pillaron nunca. Tampoco a otra que fue a comer a un restaurante japonés y salió con media vajilla puesta mientras bendecía a Amancio Ortega y su línea de bolsos XXL. «Es que era preciosa», me dijo en su defensa cuando me lo contó. Y lo entiendo: si escuchas que algo te dice «róbame», lo único que puedes hacer es someterte a su deseo, como Alicia se sometió al de la tarta que le decía «cómeme». Luego, las consecuencias, ya tal.
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A mí me pasa en los hoteles. Cómo no echarme al neceser el gel y el champú, con esos tamaños de muñeca; cómo no coger el cepillo de dientes, aunque me haga sangrar las encías; cómo no pillar el bolígrafo del escritorio, a pesar de que llevo otro en la mochila: quién sabe si con ese bolígrafo es con el que voy a escribir la columna de mi vida. Nadie en su sano juicio podría resistirse.
Será por eso por lo que empatizo tanto con los ladrones del Louvre, porque las alhajas son las 'amenities' del museo. No puedes ver todo ese joyerío y no querer robarlo, que regalártelo no te lo van a regalar. Eso solo le pasaba a Marujita Díaz, quien afirmaba que todas las joyas buenas que tenía eran obsequios. Las otras, bisutería, «charcutería fina». Pero las del museo son jamón de pata negra. Ya me veo a los mangantes colocándose la diadema de Eugenia de Montijo y cantando la copla. Yo la robaría solo para poder hacer eso.
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