La Universidad del País Vasco será siempre mi universidad, allí aprendí mucho, disfruté más e hice grandes amigos. A diario convivíamos con pancartas y manifestaciones, ... había profesores que nos daban clase con mensajes colgados al cuello en cartelitos de cartón y teníamos huelgas de estudiantes cada dos por tres. Estabas en clase y se empezaba a sentir un rumor creciente por los pasillos, una cosa molesta como una migraña. 'Gaur greba orokorra!', bramaban los de aquel rebaño. Y tocaban (es un decir) en los vidrios de las aulas para invitarnos a todos a hacer la huelga con ellos. Yo no entendía ese sinsentido. ¿Qué pinta un estudiante haciendo huelga si es quien disfruta el servicio? A mí entonces ya me parecía una estupidez, como si el socio de un gimnasio o de una escuela de baile pagase la cuota mensual y luego se declarase en huelga para cruzarse de brazos y no acudir. Era un ambiente kafkiano que nos dejó incluso un paquete bomba en el ascensor de la facultad, pero a pesar de todo yo recuerdo aquellos años como un tiempo maravilloso.
Que un etarra cuente su historia en la UPV no sería perverso si, como ha hecho Jon Sistiaga en su serie sobre ETA, se diera también voz a los que han padecido esa carnicería, pero eso es imposible; es la misma universidad en la que los cafres de siempre acosaron a Victoria Prego.
En la serie de Sistiaga hablan víctimas de ETA y de los GAL, sacerdotes, policías, empresarios, etarras arrepentidos, políticos, negociadores o guardias civiles; todos van desfilando para sincerarse ante la cámara encendida. La serie documental se llama 'ETA, el final del silencio' y hay escenas que hielan la sangre. Una de ellas ocurre cuando los alumnos de cuarto de Derecho de una universidad madrileña reconocen que no saben quién fue Ortega Lara, qué sucedió en Hipercor o qué pasó con un tal Miguel Ángel Blanco; ETA perdió la batalla y va ganando el relato. Que un etarra dé una charla en la UPV es algo que no sorprende, porque hay allí algo putrefacto aunque de eso entonces no nos diéramos mucha cuenta. En el fondo es un reflejo de la podredumbre que carcome esa sociedad que, salvo honrosas excepciones, tiene todavía pendiente una autocrítica sincera. Pero eso exige valor, algo que allí sólo tienen unos pocos.
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