A mí no me gustaría tanto ganar el Planeta como ser jurado del Planeta. ¡Ese es el puesto bueno! Sostengo esa ambición profesional desde que ... una vez estuve en la gala de entrega de los premios, hace ya treinta años. A los periodistas nos trataron a papo de rey y esa suele ser una estrategia eficacísima para convertirnos en seres algodonosos, leves y simpáticos como angelotes de Murillo. A las nueve de la noche, un poco antes de que el jurado se sentara oficialmente a debatir, bajó por las escaleras, como una insólita vedette, Fernando Schwartz, diplomático, novelista y (oh, cielos) presentador de Canal Plus. El hombre pasó cierto apuro porque se vio de pronto rodeado por una tupidísima nube de fotógrafos y no sabía cómo decir que bueno, que vete tú a saber, que por qué tanto revuelo, que la vida es una tómbola, tóm-tóm-tómbola.
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Lo que me maravilló fue la exacta disposición de ánimo del jurado, formado por venerables hombres y mujeres de letras que, tras sucesivas y enconadas votaciones, proclamaron hacia la medianoche a un ganador misterioso, que se había presentado bajo seudónimo. Calculen ustedes el asombro, rayano con el espiritismo telepático, al abrir el sobre y descubrir que el escurridizo tipo que se escondía tras aquel alias fantasmagórico era un tal Fernando Schwartz. Mientras el interpelado subía al estrado, yo imaginaba la feliz noche que debieron de pasar los miembros del jurado, entregados a la plegaria y a la meditación, puede que también al whisky y al póker, mientras iban descartando originales hasta encontrar, de un modo inequívocamente mágico, al vencedor justo. Lo que me sorprende a estas alturas es que tanta gente finja sorprenderse.
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