Tres imperativos convertidos en sustantivo, en el sueño de pesebreros y chafarderos, en la pesadilla del que aspira a la honradez periodística. Es el correveidile ... la clase inferior del informante, el caballo de Troya de la verdad, que retuerce, estira y manipula para convertirla en estiércol nutricio de la habladuría, la injuria y la calumnia.
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La sonoridad de correveidile retrotrae a los ya lejanos años 90, a esas noches de sangrienta batalla radiofónica, al ritmo asincopado y tan personal de José María García, que lo empleaba como uno de sus insultos fetiche, junto a abrazafarolas, meapilas, cantamañanas, chupóptero, lametraserillos... No le faltaban adjetivos descalificativos a García.
Pero correveidile también suena a tebeo de Francisco Ibáñez, a los estafermos, cabestros, merluzos, berzotas o burricalvos que poblaban las páginas de Mortadelo y Filemón.
Lamentablemente, los correveidiles han salido de las ondas y las viñetas para establecerse entre nosotros bajo nombres rimbombantes como líderes de opinión, 'influencers', laboratorios de ideas, 'think tanks'... En las turbias aguas de la posverdad (lo que hace no demasiado tiempo se denominaba sencillamente mentira), estos personajes encargados de propagar chismes y cuentos han conseguido mando en plaza y han logrado generar la desconfianza hacia los que tendrían que velar por el control de la democracia.
Es posible que ya ni tan siquiera importe esto último, que lo mejor sea rendirse, entregar las armas de la decencia y unirse al ejército de las sombras. No es necesario defender a los correveidiles, ya lo hacen ellos solos con notable éxito.
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