La normalidad de siempre
CHUCHERÍAS Y QUINCALLA ·
Qué tiempos aquellos en los que ansiábamos vivir el tiempo que vivimos ahora. Todo era confinamiento, restricciones, horas desquiciantes sin salir de casa, espiando el ... miedo a través de las cortinas mientras el deseo se constreñía simplemente a ser como habíamos sido. Volver a hacer esas cosas pequeñitas que antes de la pandemia parecían irrelevantes y de pronto adquirían una dimensión sideral. Salir al parque, ir de viaje a la vuelta de la esquina, caminar sin rumbo por la calle. La vida por un beso.
El final en escalas del uso de las mascarillas ha sido la señal para hollar esa normalidad, aunque el cascarón ya había empezado a resquebrajarse el día que quitaron las cintas amarillas que rodeaban los juegos infantiles impidiendo el paso. Acabar, por fin, con la crueldad que suponía en esos días aciagos y paralizantes poner delante de un niño los toboganes y columpios por los que no podía bajar ni balancearse.
La normalidad está aquí. Aún está por decidir si nueva o de segunda mano, pero sin duda absoluta. Además de los placeres, desde los minúsculos hasta los inabarcables, ha retornado lo peor de cada uno y que habíamos olvidado que también era parte de aquel pasado. La solidaridad, el altruismo, la empatía redescubierta, aquellas hemorragias de generosidad y gratitud. Ha sido pasar la última página de la pandemia y regresar a la cara B menos edificante de antes. Las agresiones físicas y verbales vuelven a ser parte del paisaje en los centros de salud. Los gritos por una consulta demorada o un diagnóstico insatisfecho se oyen otra vez, los sanitarios que hasta hace cinco minutos eran héroes se ponen en la diana de las críticas. Y uno se pregunta dónde quedan aquellos aplausos colectivos a las ocho de la tarde, qué fue de las gracias eternas a los que estaban en primera línea. Ser lo que fuimos no siempre es una buena idea y a veces, por desgracia, los deseos se cumplen.
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