A veces, la memoria nos traslada a los días de infancia redentora, y los ecos afilados del río del recuerdo llevan a otro río. Cuando ... los niños eran señores de riachuelos, praderas y andurriales y dueños del aguadojo y buscaban nidos rabicandiles y hojas de morera, con las que alimentar al gusano de la seda. Y el mundo cabía en el girar hipnótico y fugaz de una peonza.
Es bien sabido que la patria del hombre es la niñez y que el carácter de los niños también es conformado por el medio –quizá debería decir «era conformado», pues me temo que el medio que conforma la personalidad de los actuales niños tiene más que ver con las pantallas que con otra cosa–. Así, los niños de mar contaban fabulosas historias de peces, marinos y galernas, pero solían sonar al capitán Achab y su ballena blanca, a sueños de celuloide, pues el mar era poco manejable y bastante peligroso. Luego, estaban los niños de montaña, de dehesa, de erial... los cuales, si no tenían río, me daban un poco de pena –no tanta como los niños de ciudad, que se me aparecían viviendo en una especie de reclusión, en un perpetuo internado lleno de casas y de padres–, porque me imaginaba la ausencia de agua en sus veranos y eso debía de ser muy triste. La felicidad sólo la imaginaba en los niños de río, para los que el verano era una fiesta de agua y de cangrejos, que no tenía sentido sin la serpenteante cascajera, salpicada de juncos, marrubios y salcillas, que acompañaba a remansos y reciales. Sí, la felicidad infantil era el verano, y el verano navegaba en el río.
Los niños de ciudad hablaban con entusiasmo de las piscinas de sus veranos, de los trampolines..., pero, cuando los niños de río nos sumergíamos en ellas, encontrábamos decepción y un suelo sin vida y lleno de pies; preferíamos lanzarnos desde el chopo y salir a la superficie con barbos en las manos o hermosas piedras de colores. No hacía falta quedar con los amigos, siempre estaban en el río: haciendo presillas para cercar la muga de morachos, persiguiendo ratas de agua entre los bejucos o buscando nidos de relinchón en las ramas altas de las olmas.
Sí, tuvimos suerte, en nuestra infancia, aquellos niños de río, que vivíamos en la calle y en las cristalinas aguas de la corriente inmemorial del río que nos lleva, el río de la vida. Ahora, sus aguas no son tan limpias, a los niños no les dejan bañarse en ellas y han de ir a la piscina; siempre acompañados, en sus jaulas de oro, como en un viejo internado lleno de padres y de ojos. ¡Qué suerte tuvimos aquellos niños de río en nuestra infancia de niebla! A pesar del ferroso lubricán de la dictadura y de aquellos altares, yermos de humildad, siempre nos quedaban los veranos, que eran una fiesta de agua y de cangrejos.
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