Los recuerdos navideños alcanzan aquel tiempo en que el portal olía a incienso, las caballerías abrevaban en el pilón de la plaza, no había más ... vehículos a motor que el viejo camión Berna de la fábrica de harinas y el autobús narigudo y cancaneante, que hacía temblar a su paso la loza del entrepaño y traía noticias del mundo presas en la saca del correo; y mi bisabuela Romualda cantaba un villancico en el que los pastores adoraban a un niño con fajita blanca, verde y azul. El primero que me trajo regalos fue el Rey José, pues mis cuatro años lo reconocieron bajo el disfraz de Melchor, aunque no a Gaspar y, mucho menos, a Baltasar, tiznado con carbonilla de la gloria, que asustaba un poco.
En los años siguientes, la Navidad era musgo, buscado en los valladares que daban al norte para posar las figuras del belén en un manto de verdor, salpicado apenas por la harina del camino y el papel de plata del arroyo, en el que navegaban un cisne de madera y el barquito de papel; y las discusiones con mi amigo Ángel, negador de los Magos, que siempre le traían un duro de plata que le guardaba raudo su padre, y que me hicieron exclamar, ante la que se me aparecía imponente presencia de los caballos de los Reyes, en la Cabalgata de Santo Domingo de la Calzada: «¡Anda, que me diga ahora Ángel, el Bayo, que los Reyes son los padres!» Y mi tía Pili, que me había llevado a ver el espectáculo, no dejaba de reír a carcajadas.
La Navidad era un tiempo amable para los niños, pues no había escuela y el cura, en vez de hablarnos de las penas del infierno, de las ánimas del purgatorio y de los horribles sufrimientos de los condenados, nos contaba hermosas historias de pastores, ángeles, reyes malos y buenos, estrellas luminosas y de un portal con mula, buey y pesebre en el que no cabía el mal; y nos hacía cantar el bello villancico de Pascual, que bajaba del monte con romero y miel para llevar a Belén. Y, como en Navidad debíamos ser buenos, se nos olvidaba, por un rato, tirar cantazos al gato del alcalde, desculetar carros y poner rabistacas a los perros.
Lo mejor de la Navidad era la Nochebuena en casa de la abuela, que siempre ponía berza, castañas y compota de manzana, además de un capón que ella misma había dejado para la ocasión -eran reconocidos la habilidad y el pulso de mi abuela para transformar los pollos en capones; decía que el busilis estaba en hacer pequeña la herida, coserla bien y untarla con aceite y ceniza del brasero, aquel que llenaba de tufo la escalera en días estancos y de niebla-. Después de la cena, los primos hacíamos comedias y cantábamos el viejo villancico: «Madre, en la puerta hay un niño más hermoso que el sol bello, / el pobrecito está en cueros y dice que tiene frío. / Anda, dile que entre, se calentará / porque en este mundo ya no hay caridad / y el que la tiene no la quiere dar».
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