Munícipes

MEZCLADO, NO AGITADO ·

Ver a un alcalde septuagenario empecinado en colgar luces navideñas en agosto, tratando además de convencernos de que es el reclamo de su ciudad como ... destino turístico, es un reflejo de la frivolidad con la que se manejan algunos regidores municipales. Y que ese mismo personaje quiera reencarnarse en carne joven haciendo que baila un breakdance, es la constatación de lo mamarracho que se puede llegar a ser cuando se alcanza un alto cargo.

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Vivimos bajo la cargante creencia de que nuestras ciudades deben transformarse en un jardín de infancia, una feria, un tiovivo o un laberinto, bajo la premisa de unos sueños húmedos en los que las bicicletas son la panacea de este progresismo tan falso como vacuo. Y en el que la realidad diaria de nuestras urbes, sus verdaderas y tantas veces sencillas necesidades, son tratadas estentóreamente por nuestros iluminados ediles, mediante el señuelo de un sinfín de obras, tan forzadas como innecesarias. Alegando incluso, poco menos que como virtud, el haber accedido al cargo sin tener ni pajolera idea de la vida pública, y por ende, de sus leyes más comunes. Alardeando de lo que están haciendo desde esa ignorancia y lanzándonos el señuelo de lo que serán capaces de promover, en otra legislatura, con el bagaje de lo aprendido.

Tiemblo imaginando los nuevos dislates que se puedan llegar a producir abundando –desde esa sinapsis política ausente de cualquier atisbo cartesiano– sobre este galimatías de laberintos en la que han trasformado calles razonablemente tranquilas de una ciudad tranquila. Y a las que oólo con una vigilancia policial adecuada –inductora sobre el cumplimiento de las normas más elementales de circulación–, y sencillas y bien analizadas reformas viarias, hubieran resuelto el amplificado problema de la velocidad excesiva, o los aparcamientos indebidos; guardando para el aplauso de sus hooligans la retórica de sus creencias, pero dejando de empacharnos a los ciudadanos con perlas para el libro de frases lapidarias –confundiendo el culo con la témporas– al expresar que la ampliación de aceras es el paradigma de la democratización de la ciudad.

Asumir la responsabilidad urbanística municipal no debería permitir darle la vuelta a la tortilla, desde un proceso cargado de mantras sebosos como la movilidad sostenible, o la pacificación de las calles, bajo ese catecismo de una agenda medioambiental que justifica el despilfarro de dinero público –venga de Europa o de donde venga–. Ni tampoco manejar un ampuloso discurso para conculcar un acuerdo fruto de consenso multipartidista sobre un nudo viario, retrasando las obras toda una legislatura –con graves daños colaterales– y que el resultado del parto sea un proceloso cruce. Lo que no es más que la obtusa idea de que, siendo alcalde, se puede actuar como si nadie más existiera, no solo la oposición sino, lo que es peor, los ciudadanos y su opinión. Eso es simplemente un sentimiento injustificado de superioridad sobre los demás y se llama soberbia.

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