Les voy a contar una anécdota de mi niñez, cuando, con diez años, estaba en un internado logroñés, cursando el primero de los siete años ... de aquel largo bachillerato católico-franquista de la época. Una tarde, tras acabar las clases y el recreo posterior, estábamos en el estudio del internado y se fue la luz. Quiso el azar y el mal fario de dos muchachos de doce años, a los que llamaré Pérez y Gómez, como les designo en alguna de mis novelas, que, al volver la claridad, los dos jóvenes estuvieran dándose un beso en la mejilla. Aquel detalle intrascendente no lo fue tanto –la crueldad de los niños puede ser estremecedora–, pues el nombre les cambió de inmediato y pasaron a ser Gina y Divina, mariconas. Ni que decir tiene que fueron apartados del poderoso círculo varonil –los que comenzaban a fumar, a hablar de chicas y eran duros jugadores de fútbol– y, cuando a alguien se le quería ofender, por ser educado, lo cual no abundaba demasiado, por ser blando en el deporte o por tener maneras correctas, se le decía: «Este besa mejor que la Gina y la Divina».
Cuento esta anécdota, no tanto para mostrar el trato que se les daba a los débiles en aquella época, que también, como para analizar por qué los niños crecíamos en ese ambiente tan cerrado –iba a decir tan machista, pero es una de esas palabras que han perdido parte de su significado de tanto usarlas–. Y esto me lleva a plantear cuál debería ser la educación de los niños en esta época en la que buena parte de aquellas barbaridades están superadas o en trance de superación.
Hace poco, me decía un familiar, colega de mi pasada profesión de enseñante, aunque la impronta de profesor uno no la pierda nunca, que se le planteaba un dilema moral a la hora de educar a su hijo. Él pretendía educar a su vástago en la bondad, en la ayuda a sus compañeros de clase, en que olvidase los feos y desaires de sus amigos, en la convicción de que es más satisfactorio dar que recibir... O sea, en la teórica tradición cristiana de siempre –digo teórica porque sabemos que, muchas veces, se han vuelto del revés los conceptos cristianos por motivos espurios–. El dilema se le planteaba porque esta correcta educación chocaba con el mundo, con ese mundo, especialmente laboral, pero no sólo, en el que la competición es la base y los compañeros suelen ser los competidores.
He de reconocer que esta es una de las muchas contradicciones de nuestra sociedad, sociedad que reconoce que una cosa es predicar y otra bien distinta es dar trigo. Pero también reconozco que prefiero mil veces un muchacho que pueda parecer tonto, a fuer de ser buena persona, que otro que trate a sus amigos como a Pérez y a Gómez. Aunque no les llame 'mariconas'.
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