Los malos. Los buenos. ¿Quiénes son? ¿Cuántos son? ¿Cuánto duran? ¿Cuánto ocupan? Aun con muy mala idea y desconfianza nata es difícil encontrar malos de ... por vida, inicuos que nacen, viven y mueren practicando pérfidas inclinaciones. O buenos que llegan con la cuna ya enchufada al altar. ¿Qué es la maldad, en qué consiste ser malo, mala, malísimo, perversa, demoníaco? ¿Qué es la bondad, ese halo de beatitud que trasciende y añade un plus de reflexión a la pegaloca de la tontería? La aporía científica de que el que nace lechón muere cochino patina si el lechón elige convivir con honestidad y sigue en ello lo que le aguante el cuerpo. Le asaltarán las acechanzas del plano/contraplano de la existencia: genialidad del arte/genialidad del crimen, corazón roto de generosidad/alma negra de codicia, satisfacción por la obra bien hecha/orgullo por la destrucción. Las más profundas convicciones sufren continuos descalabros.
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El mal y el bien siempre han existido, sin opción a teorías «negacionistas». Nadie puede negar la guerra, la guerra no se deja, la guerra atropella hasta en las más distantes distancias. Hasta en las lejanas tardes de domingo en Crimea y la Brigada Ligera, o en la Segunda mundial «De aquí a la eternidad», o en la reality show de Sidi Ifni con el primo al que le tocó la mili. Entonces llegó Vietnam. Luego Bosnia, Irak, Congo, Crimea otra vez con su atropellada Ucrania vuelta a atropellar. Palestina siempre, qué dolor, odio sin ley, la estupefacción de cada sangriento amanecer revienta en ansias de venganza, que maten a quien mata, una ira que acrecienta el naufragio moral. Los campos de sangre salpican y descalifican: Putin, malo; Netanyahu, malo malo y cada día peor; Hamás, de bueno ya ni los pañolones; Zelenski, peón caminero; Trump, ¿quién es Trump? ¿Quién es un presidente elegido por millones de buenas personas, malas, tibias, totum a mogollón? ¿Quién vota a un malo es malo? ¿Quién vota a un bueno es santo? La praxis política dictamina que el voto es el poder bueno. La perversión del razonamiento puede ver lo malo bueno y en catastrófica viceversa. Las guerras dejan sin razón a las partes: donde habla un arma nadie tiene voz. Y el que da primero, pierde dos veces, la voz y la razón. Los siglos han consolidado un patrimonio de etnias, religiones, conquistas, culturas, alianzas, fundamentalismos del norte y del sur, que provoca la multiplicación de heridas, odios y quebrantos para los que sólo se descubren tiritas, ONUs, ONGs, globales buenas intenciones que llenan de melodramas los infiernos. El infierno de las patrias, esa parcelación del hombre que amputa horizontes, la geografía como opio de los pueblos. Resiste viva una inquietud, la incógnita de ese momento oscuro y asombroso en que algún superior, humanamente muy superior, pudo decidir no atacar, insoportable nostalgia de ese portentoso instante de Sin/Sin, sin armas, con la palabra de antes de pegar hay palabras. Pudo ser, pero no ha sido, no es. El imperativo es que los conflictos no se resuelvan, se pospongan, se armisticien, viajen en el espacio y en el tiempo. Siempre ha sido así. ¿Y eso dura mucho?
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