Con gran bizarría, ingenio y derroche de voluntad hemos llegado a la Edad de la Estupefacción. Es la de siempre que grita más, vocea una ... barbaridad gracias a la ciencia de las nuevas tecnologías. Grita desventuras, que se amontonan y ya el caos de voces y sangre roza el completo, un no va más que provoca espanto. Mejor olvidarlo, hacer como que no se está, por muy políticamente incorrecto que sea.
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El olvido, ese temor que acecha escondido tras las neuronas, también tiene su lado positivo, maneras apacibles de manifestarse. Regala sosiego tras las tormentas sociales, políticas, económicas, emocionales, vecinales y, por supuesto, familiares. Es un mecanismo de defensa ecológico siempre que se elija voluntariamente. Un olvido de cuerpo presente. El mal que por bien viene, olvidar, facilitar al disco duro una pausa sin pausa, ignorar las pisadas que machacan la común ruta, anular citas previas y dormir, tal vez soñar. Descansar. Detener el tiempo. Buscar y forzar el punto cero de partida y llegada, la plaza redonda donde el niño recién llegado y el niño a punto de caducar se enredan, se acarician, se acoplan, entienden sus lenguajes, los comparten.
La supuesta tabla rasa del niño recién estrenado es semillero de fiestas, balbuceos que le explotan en la boca pregonando una verbena de descubrimientos. Tiempo habrá para amarrar los sucesivos «testigos». Corre el calendario y el niño llega al punto de caducidad. Bien en una carrera limpia y una digna meta, mal, en más ocasiones de las deseables regresa desterrado a una extranjería agria, donde su lenguaje y sus gestos olvidan significados. Cuando la neurona traidora impone la derrota.
A esta actual Edad de la Estupefacción no le falta detalle, es un milagro envenenado que combina todos los elementos de cualquier farsa. Guerras, por supuesto, no faltan; ogros, los hay de todos los colores, rojos, naranjas, zanahorios, pálidos como recién vomitados; guardianes del orden, ONUs, UEs, OTANs, el hipermercado de la UCO. Y se firman paces tóxicas que patinan sobre los caídos. La chamba se repite y repite. Circunstancias inicuas en el reparto del mundo, personajes estrafalarios, violentos bufones, trallas sexuales, chistes qué menuda gracia, sorpresas trágicas con envoltorio cómico, acciones desmesuradas y absurdas y todo a toda velocidad. Es la gran farsa, que ya se hace costumbre y la costumbre es quizá la forma más transgresora del olvido.
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Expertos en estupefacción post-traumática recuerdan que el objetivo de una farsa es hacer risas, entretener al público. Esta farsa actual hace miedos, paraliza al respetable y busca el sometimiento.
Incita a acodarse en la barrera, mirar con estupefacción tras los visillos del saloncito, encender la tablet del despacho o tomar algo en el bar del barrio. Mientras, la mosca cojonera de la conciencia esparce el pica pica de culpabilidades imposibles.
Al que baja al ruedo, el toro le cornea. Por obligación, es su rol en la farsa. El guión le impone embestir y dejar a todos estupefactos. Ser malo es agotador. No se acaba nunca.
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