Un menor no acompañado es atendido por la Cruz Roja ayer en el puerto de La Restinga. EP

Menores no acompañados

Estoy, por fechas, en un hotel de esos pensados para familias con niños que, básicamente, tienen habitaciones con camas supletorias y una enorme piscina

Sábado, 16 de agosto 2025, 00:12

Estoy, por fechas, en un hotel de esos pensados para familias con niños que, básicamente, tienen habitaciones con camas supletorias y una enorme piscina. Tienen ... estos hoteles la característica de estar pensados para pasar los días metidos aquí. Se erigen bastante lejos del centro de la ciudad, a las afueras y tienen cerca un centro comercial con su Mercadona y sus cines. Es ese tipo de turismo estilo Resort de interior que, a poco que alargues el paseo, te lleva a una zona industrial con feas tiendas de neumáticos y una fábrica de cojinetes cerca de la autovía.

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Y es aquí, quizá por el aislamiento, quizá porque nos vemos todos los habitantes continuamente hasta que nos aprendemos los usos, manías y horarios los unos de los otros, donde veo a esos menores no acompañados.

La mejor hora para observarles es durante la cena, en el comedor de hotel, después de la paliza de piscina y la ducha, se sienta una familia, que podrían ser muchas familias, al rededor de una mesa en la que piden para los dos niños menú infantil de palomitas de pollo, pizza y espagueti y para la pareja de mayores unas costillas, él, y tortilla de atún, ella. Mientras esperan los platos, los adultos consultan sus móviles bastante aislados de sus hijos. Ya pueden ellos gritar, llorar, anunciar que tienen hambre o, simplemente, tener ganas de rememorar el día con sus padres. Son una pareja bien engrasada y, cada vez, es uno de ellos el que levanta momentáneamente la mirada de la pantalla para recriminar a sus hijos, pedirles que se sienten, que se callen, que se calmen, que desaparezcan.

Ya les he visto antes, durante las horas de piscina, igualmente metidos en sus scrolls mientras sus hijos les mendigan su atención para que les vean hacer saltos desde la ducha, anchos de la piscina sin parar o para tenerlos de testigo cuando su hermana les salpica. De nuevo de manera alternativa, una vez cada uno, la pareja se alterna en levantar la mirada con ansiedad para presenciar sus heroicidades de 8 y 10 años el tiempo justo para volver a posar la mirada en un graciosísimo chiste o en un pelícano que se come una lata de Sprite.

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Pero en esa cena, cuando al fin llega la comida y los padres, inevitablemente, necesitan las manos, se produce el momento realmente triste para esos niños, porque ambos padres cogen sus respectivos móviles y los encaran a sus hijos para que vean dibujos animados durante la cena. Anestesiados, embobados, noqueados y, bendito sea el Señor, anulados mientras ellos devoran sus manjares y, supongo, les van bajando las revoluciones para meterlos en la cama. Menores que no están objetivamente solos, pero no están acompañados.

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