Abandonándose a la añoranza de los tiempos en los que se hacían y se consumían epopeyas gustosamente, decía Borges en 'El oro de los tigres' ( ... 1972) —recurramos una vez más como pretexto al viejo ciego— que hoy en día «somos tan pobres de valor y de fe que ya el 'happy-ending' no es otra cosa que un halago industrial». Añadía justo después, medio quejándose, que «no podemos creer en el cielo, pero sí en el infierno», y ponía los ejemplos literariamente prestigiosos de los personajes de Kafka o del capitán Ahab destruido por la ballena: hay que darle la razón al bueno de Borges, admitiendo que valoramos más los relatos desventurados y que a menudo miramos con desdén autocomplaciente las historias en las que los protagonistas terminan por alcanzar su dicha.
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Sin embargo, el anhelo de finales felices y, en especial, el apetito de que de algún u otro modo 'se haga justicia' (la que sea, aquella que cada uno dicta y con la que fantasea en su interior) distan mucho de estar sofocados. No solo es que esa industria de la que hablaba Borges fabrique incesantemente productos audiovisuales más o menos banales, al mismo tiempo insulsos y empalagosos, sino que es fácil oír donde menos (o donde más) se espera alusiones a no sé qué karma, a cómo 'el universo' acaba premiando o (mejor aún) castigando a quien lo merece y a que ya en esta vida, sin tener que fiar la cosa a que haya otra después, el bien recibe su recompensa y el mal su pena.
Es tentador mirar estas ansias desde cierto triste desengaño, pero por no pecar de cinismo ni dejarse llevar por aires de superioridad, saltemos del cosmopolita Borges y busquemos confirmación en el refranero castizo, donde se incluye aquello de que «a cada cerdo le llega su San Martín» para que, quien bien lo entienda, desista de su esperanza en la justicia cósmica.
Viene esto a que hace cinco días, el once del once, fue precisamente la festividad de San Martín, soldado de origen panonio que abandonó la milicia por la vida religiosa, que llegó a ser obispo de Tours por los años trescientos y pico y de quien Sulpicio Severo, su biógrafo aquitano, cuenta la célebre historia de cómo compartió su capa con un mendigo que la necesitaba. Sacamos así del refrán la estimulante enseñanza de que incluso los peores individuos, los cerdos proverbiales, reciben a la larga los beneficios de las capas que ponen a su disposición las personas bondadosas. No hay cerdo auténtico, profesional, que no consiga disfrutar del calor y de la protección de algún San Martín de Tours que le regale un trozo de capa, con el que hacer luego un sayo bien grande.
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Es esta una de mis matanzas.
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