La palabra nacionalismo es un poco peligrosa, no se buscó bien. Por nación se entiende algo que se hace contra los enemigos, con guerras y ... batallas», le dijo Ánxel Fole a Carlos Casares en su casa de Lugo ('Conversas con Ánxel Fole'). Los dos escritores han muerto, pero el razonamiento sigue vivo y en él radica la tensión con Puigdemont y el problema catalán, que, según Ortega, «España deberá conllevar durante algún tiempo».
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No estamos ante un conflicto solo político, sino económico en las élites y emocional en la ciudadanía. Durante las dictaduras de Primo de Rivera y Franco, los regímenes absolutos concedían prebendas a Cataluña, que encabezaba el ranking de regiones prósperas. En democracia, con menos beneficios y en igualdad de condiciones, Cataluña perdió fuelle. Pero si hay café para todos sin ventajismos, el nacionalismo catalán recurre a señalar al enemigo y a fomentar emociones primitivas y racistas: somos mejores y estás conmigo o estás contra mí.
Puigdemont no puede ser moderado ni existir en versión domesticada. Su ideología es tan perversa que se alimenta de generar enemigos, no le interesa la negociación porque sería su muerte. Además, es ventajista: siempre gana. Si impone su criterio, gana y si no, también gana al convertirse en víctima: nos ofenden, nos machacan, nos quitan la libertad... Este ganar o ganar lleva a la trampa al PSOE (ya veremos qué pasa con el PP), que se ha convertido en comparsa de la perversión. Se habla de negociación, pero es una falacia: Puigdemont no puede negociar porque no puede ceder. Para él, negociar es imponer, si no, perdería su esencia, no sería nacionalismo, sería catalanismo inteligente, como diría Ánxel Fole.
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