El 7 de julio de 2009 hubo 2.500 millones de personas pegadas a la televisión mirando lo mismo. Esos espectadores hicieron que aquella fuera ... la retransmisión más vista de la historia, porque superaron el récord que hasta entonces ostentaban los 650 millones que en 1969 vieron a Neil Armstrong llegar a la Luna. Lo del 7 de julio de 2009 pulverizó todos los índices de audiencia; era el funeral de Michael Jackson.
En EEUU se observa la vida como un espectáculo, y la vida incluye inevitablemente un capítulo final que es la muerte. Los entierros americanos son fastuosos, con música, plegarias, himnos, y discursos lacrimógenos. «Michael... al marcharte, una parte de mí se ha ido contigo», decía ante el micrófono su hermano Marlon con la voz quebrada. A su espalda, una gigantesca foto de Michael, sonriente y con chaqueta de cuero roja, presidía todo el acto.
Acabamos de vivir dos funerales mediáticos; uno inesperado, el de Camilo Sesto, y otro, el de Blanca Fernández Ochoa, con retransmisión al minuto de su infructuosa búsqueda. En sus últimos años a Camilo Sesto lo convirtieron en una caricatura, un personaje al que los medios lanzaban cacahuetes como a un chimpancé del zoo; es curioso, porque el cantante tampoco era mucho más extravagante que lo que son hoy en día Raphael o Julio Iglesias. El castigo para Blanca Fernández Ochoa fue simplemente el olvido, que siempre es mucho peor.
A Michael Jackson, a Elvis y a otros tantos les montaron funerales de postín. A los nuestros muchas veces los enterramos antes de morir para después sacar los pañuelos y llorarlos delante de una cámara; aquí el espectáculo es distinto, va de morbo e hipocresía. Mi opinión sobre los que paladean la muerte y la desgracia la define bien Manuel Jabois en su libro 'Malaherba': «Cuando apareció la ambulancia se tuvo que cortar el tráfico, y bajaron casi todos los vecinos a nuestra planta; mucha gente de la calle se paró en el portal. Los curiosos que esperan una camilla me parecen la peor clase de curiosos del mundo». También acertó Rubalcaba: «¡Qué bien se entierra en España!»; en su funeral lloraban todos los que le empujaron a marcharse por la puerta de atrás con la espalda cosida a puñaladas.
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