Los idiotas no descansan ni en tiempos de pandemia. Los ves mandando mensajes y publicando teorías absurdas sobre el coronavirus, diciendo cosas como que «esto ... nos lo merecíamos», o que el virus «ha surgido porque no estamos en armonía con el planeta». Esta sarta de sandeces tiene muchos seguidores, y aunque es cierto que todavía quedan dudas sobre la enfermedad y su origen, pretender hacer de esta tragedia un cuento con moraleja es de mentes infantiles. «Toda la predicación bíblica que está aflorando ahora me parece lo más grave de esta epidemia. Es la vuelta de los charlatanes, del pensamiento mágico». Lo decía hace unos días el antropólogo Juan Luis Arsuaga en una entrevista para la BBC.
Una de las supersticiones más conocidas de Gabriel García Márquez era que necesitaba tener una flor amarilla sobre la mesa en la que se ponía a escribir, lo que siempre me consuela porque revela que en el fondo todos tenemos manías y pensamientos absurdos. Así hemos construido lo que somos como especie, asociando sucesos que en apariencia no tenían lógica. En esencia la ciencia es eso, pruebas, errores y hallazgos sobre el movimiento de las estrellas o la penicilina.
Se equivocó Simón cuando dijo que el virus no llegaría a España igual que se equivocó Trump con eso de la lejía. Hay que agarrarse a los datos y a la ciencia, aunque en su nombre se hayan cometido algunos de los crímenes más horribles de la humanidad. Pero el cerebro siempre prefiere una buena historia con giros en el guión y personajes malvados antes que una explicación sencilla, por eso aparece esta tropa con teorías que ya traían de antemano. No nos golpea la muerte por estar «alejados de lo natural»; esto no funciona así, no es una reacción del planeta, porque al universo, si se puede hablar de él en estos términos, le somos indiferentes. Cuando salen con sus megáfonos y reclaman que es el momento de abandonar «lo artificial» habría que recordarles que no hay nada más natural que un virus o una bacteria.
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