Ahora, que no sabemos si hay fiestas o no fiestas, es curioso pensar cómo ha permanecido el nombre de 'fiestas de Gracias'. En muchos pueblos ... se celebraban, por estas fechas septembrinas, las fiestas patronales, que solían ser variables, porque había de estar recogida la cosecha. Eran tiempos y pueblos en que todos vivían del cereal y el grano se entregaba en los almacenes del Servicio Nacional del Trigo; por eso, cuando la cosecha estaba en los graneros, las familias sentían una sensación de descanso y tranquilidad muy propicia para celebrar fiestas. De ahí el nombre de 'fiestas de Gracias', pues también eran fiestas religiosas de Acción de Gracias. Eran fiestas de misa y olla y, en la plaza, una pequeña orquestina del pueblo cercano tocaba bailables. Cuando veo bien reflejadas las fiestas de los pueblos en algunas películas de los años 50 o 60, no puedo evitar que me vengan a la memoria unas palabras que Rafael Azcona me escribió, aunque referidas a la escritura. Venía a decir que, cuando en un relato te están contando tu vida, todos los demás aspectos de la historia carecen de consideración. Por eso, esas películas que rememoran tan bien las fiestas de los pueblos, en realidad te están contando tu vida, igual que don Miguel Delibes tenía la costumbre, en sus novelas, de contarme mi vida, pero eso es otra historia, que ya conté en otra columna antes de que muriera el maestro.
A las 'fiestas de Gracias' de la villa que me vio nacer solía llegar algún feriante: el tiro al blanco de 'Los Monos Rebeldes', la churrería de Vinagre y los helados y las cadenas de Revuelta, el único tiovivo que daba vueltas en la plaza y que, a los ojos de un niño, daban esa sensación de fiesta, de novedad y de grandeza que solo había visto en las ferias del Santo de la Calzada, de San Mateo y las que veía en la incipiente televisión del teleclub. Al anochecer, llegaban los cencerrilleros del bote y los dados y, a la luz mortecina de un viejo candil de carburo, hacían cambiar de mano las monedas apostadas, mientras vigilaban la carretera por si aparecían dos bicicletas con tricornios, cuya presencia hacía transmutar de inmediato la caja de madera del cencerrillo en una inocente venta de almendras garrapiñadas.
Aquel excesivo respeto, miedo más que justificado en muchos casos, a la Guardia Civil y a la autoridad en general, de aquellas lejanas 'fiestas de Gracias', contrasta con la falta del mismo, casi desprecio, que se observa ahora en los botellones de las 'no fiestas', en los que parece que algunos solípedos están esperando que venga la policía para su particular celebración, que consiste en organizar batallas urbanas, destrozando mobiliario público y privado. Y es que en esta España de banderías, individualismo para lo que interesa y exigencias sin contraprestación, raramente hemos tenido término medio. Con fiestas o sin ellas.
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