No vamos a ver mucha nieve en la ciudad este invierno, que los días traen ya un aroma juguetón a primavera y nos hemos quedado ... sin calles blancas ni trineos por los parques. Yo he tenido un par de ratos nocturnos de pegar la nariz a la ventana y mirar a las farolas, que es donde más nieva cuando no nieva. Ahí, con ojos medio entornados de cazador estepario, me decía: «sí, sí que es nieve... ahora es agua... ahora parece nieve otra vez».
Con esa luz de las farolas en las retinas se han cumplido dos años de 'Filomena', la borrasca que convirtió a España en un párrafo de Dickens: «La gente que paleaba la nieve en los tejados estaba llena de jovialidad y cordialidad; se llamaban unos a otros desde los parapetos y, de vez en cuando, intercambiaban bolazos de nieve riendo con todas las ganas si daban en el blanco». Fue un recreo en pleno Estado de Alarma, porque una buena nevada con toda su solemnidad y su silencio es un espectáculo único, endulza los paisajes y los estados de ánimo y por eso estos fines de semana se ha desatado un éxodo frenético hacia las cumbres nevadas que ha dejado montañeros desorientados en la sierra y coches atrapados en las cunetas heladas de Moncalvillo.
Ponemos a los niños como excusa pero es una mentira; el ocio es la nueva religión del hombre occidental, hay una necesidad urgente de tirarse por laderas blancas en sacos de plástico para compartir las fotos en redes sociales y mucha gente necesita ahora la nieve como Tony Montana necesitaba la cocaína en 'Scarface'. Yo entiendo perfectamente a esas familias kamikazes que se subieron al coche sin pensar y pisaron el acelerador sin cadenas ni ruedas de invierno, con nada más que una intensa fiebre helada goteando por la frente como la de los buscadores de oro de California en el siglo XIX. Esta clase de arrebatos son los que mueven el mundo en las urnas, los negocios o el amor y no hay que contenerlos nunca, aunque uno tenga la certeza de que va a terminar perdido en la niebla de una cima nevada y encantadora.
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