Espuma
En mi barrio hay una señora muy mayor que no falta a la cita de las ocho de la tarde. Sale a su terraza del ... primer piso con ese pelo blanco cada día más largo y empieza a aplaudir despacio, agitando de vez en cuando sus bracitos hacia el cielo para saludar a otros vecinos del edificio de enfrente que seguramente no conoce pero que son ya familia en esta función cotidiana. Yo estoy viéndolo todo con una mezcla de admiración y extrañeza, porque la pandemia nos ha puesto delante de los ojos unas imágenes de una fuerza incomprensible: las sirenas pintando de azul y rojo las calles desiertas, los médicos vestidos como astronautas sacando de las UCI a pacientes desintubados o los funerales desangelados sin abrazos ni consuelo. Voy a recordar toda la vida a los policías cuadrándose ante los guardias civiles en el homenaje a Gayoso. Atronaban los aplausos y las sirenas y ahí estaban los agentes, firmes unos ante otros sin poder siquiera darse la mano ni reconfortarse un poco; es de una potencia casi cinematográfica, pero está pasando de verdad.
El mundo ha cambiado en unos meses y lo que nos impacta es el vacío, la ausencia, lo invisible como el virus. La última película de Tarantino juega magistralmente con esa idea, con lo que no está en el guion pero todo el mundo ve, eso que, aunque no se cuenta, sobrevuela cada frase y cada escena con una presencia granítica.
Carl Sagan dijo que la materia esta compuesta principalmente por la nada, y que «los átomos son, básicamente, espacio vacío». Eso es lo que estamos viendo ahora, el vacío de los niños que no arrastran sus mochilas por la mañana, el espacio libre donde antes hubo dobles filas, el trino de los gorriones en las plazas sin bullicio. Ahí está pero no está, y esa paradoja nos golpea en los ojos y la memoria. Nuca olvidaremos lo que estamos viviendo estos días, los abrazos que no nos pudimos dar, el hueco que excava la vida cuando se va, ese velo de espuma que dejan las olas en la arena cuando se retiran.
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