La escuela (y 5)
LA PLAZUELA PERDIDA ·
La escuela de mi infancia redentora tenía una ventana sin cristal que daba al tejadillo de la Pepa y el pupitre nudoso de su vera ... era solicitado y peligroso, pues permitía ver caballerías, camino del pilón-abrevadero, y el carrito de Marce, el buhonero, cargado con retales, mercerías y con sábanas blancas de estopón; mas, si te distraía la ventana, el maestro aplicaba su castigo de un reglazo en la palma de la mano. En la escuela corrió como la pólvora la llegada de un nuevo sacerdote, noticia de esperanza porque acaso no le gustase a éste dar sopapos, pero mi abuelo ya me dio el aviso de que más vale el malo conocido que el bueno, o el mejor, por conocer. Y lo peor es que tuvo razón, porque, aunque el nuevo no daba sopapos, tenía la costumbre obsesiva de tener recogidos a los niños, así que, en saliendo de la escuela, casi no daba tiempo a merendar, porque nos ordenaba ir al rosario, catequesis, visitas al santísimo, triduos, novenas, cantos religiosos... todo, con tal de que los niños no fuéramos gritando por las calles, corriendo por tamales y andurriales, lanzándonos al bálago de paja, poniendo rabistacas a los perros o buscando los nidos de picacha, que era lo que a todos nos gustaba. Y los temidos viernes, en la escuela, ya no eran de aprender el catecismo, sino de confesiones generales, de miedos al infierno de las brasas y de contar historias de las ánimas. En el confesionario se enfadaba con los mayores porque blasfemaban, aunque un día rio a carcajadas al confesar al bueno de Anchuelita, que se acusó de haber dicho 'marica' al fiel perro ratero de Jonás –Licores era un perro 'manforita'; el médico, al oír esa palabra, nos corrigió diciendo hermafrodita–.
El maestro, aunque a veces nos pegaba con el escantillón, si mal leíamos, no solía enfadarse casi nunca, sin contar el enfado de las doce porque no hervía la leche americana. Por eso fue sorpresa y muy extraño que se enfadara tanto con Niceto. Copiábamos cien veces las palabras «Estudiaré mejor la enciclopedia», que todos escribíamos con calco, menos Tolín el Grande, que sabía dibujar varias filas a la vez y ahorraba, con tres lápices, su tiempo. El maestro decía lo importante que eran nuestros libros, la lectura, y preguntó a Niceto, con sonrisa, qué se veía haciendo de mayor. Contestó que sería labrador. El maestro le dijo que con libros de agricultura lo haría mejor, replicando Niceto, como un rayo, el refrán de su abuelo, el herrador: «Cava muy hondo y échale basura y te podrás ciscar en esos libros que quieren enseñar agricultura». Le costó varios golpes con la vara de avellano y no hubo miramientos; y la temida frase, de propina: «Ya hablaré con tu padre cuando salgas».
Y desde el tejadillo de la Pepa, el gato del alcalde nos miraba, con asombro de siglos, boquiabierto por aquellos dislates de la vida.
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