La escuela de la infancia no se olvida. La entrada era a las diez de la mañana, pero no se rezaba la plegaria ni se ... cantaba, firme, el Cara al sol, como en otras escuelas y maestros era manda obligada y de costumbre, sino que se entonaban las diez tablas del buen multiplicar, a vivo grito, y se oían hasta en los arrabales. Tal vez no le gustaban al maestro los patrióticos cantos de combate pues, cuando se enfadaba, eran «la ley» y «la puta nación» sus juramentos. Claro que, si avisaban la llegada del temido inspector o los del Frente de Juventudes, ese raro invento, entonces el maestro se ponía nervioso y ensayábamos con prisa el himno falangista, el Montañas nevadas y aprendíamos que España era algo de destino universal, que vale mucho más morir con honra que aquello de vivir con vilipendio y contestar presente con firmeza; y nos hacía ensayar extrañas tablas de gimnasia, ordenadas por los hombres con bigote del Frente, que venían montados en aquella Lube negra, moto en la que colgaban dos balones, cuyo cuero mirábamos ansiosos, pero que nos negaban con desprecio.
Sobre las once y media era el recreo. Las chicas ya no estaban en la plaza, así no concurrían con nosotros: «Los chicos con las chicas tornan sapos», la Sección Femenina daba aliento a la frase que había hecho fortuna. Tan solo nos juntábamos la tarde del fiel Jueves Lardero, en Carnaval, feliz Jueves de Todos, precursor de ayunos y abstinencias cuaresmales, a ver el teatrillo dirigido por la maestra y cuando don Orencio, el cura de sotana, nos llevaba a sus múltiples ritos a la iglesia, eso sí, colocando separadas las bancadas por sexos definidos.
Cuando sonaba un chiflo de escalera en la plaza, el maestro se enfadaba porque todos saltábamos, a ver quién era el que llegaba, a la ventana: el fiel afilador, de grandes gafas y extraña bicicleta con andamio; el capador de jóvenes tetones, presagio de matanzas y chacina; el mielero del mulo pelitordo, cargado con pellejos de dos mieles: milflores y de brezo de la sierra; el viejo leñador, que trae su carga a lomos del burrito desdentado o el vendedor de negros cucos jóvenes, llegados por caminos de la Mesta, mostrando sus verrojas afiladas –algunos apreciaban sus jamones–. Entonces, el maestro daba gritos y, a golpes de avellano, sin distingos, con el escantillón de los dolores, deshacía enfadado los tumultos, dejando en soledad las ventanas. Pero cuando llegaba el chatarrero, que ocupaba los grises soportales con su piélago lúdico de trastos, el maestro perdía la batalla, pues llegaba el momento de sacar la chatarra de hierro, de metal y cobre, que buscábamos ansiosos entre negra basura de herrerías o en usados cartuchos de la caza, y cambiarla por cuentos de peseta, por tebeos de Franz de Copenhague, historias del Guerrero, del Cachorro, del Capitán Trueno y del Jabato, que defendían siempre a las Españas. Cuando el puntual esquilo de las doce y media, que llamaba a la comida, presto nos expulsaba de la escuela, como huracán de sueños e ilusiones. Mientras volaban raudos los vencejos y el solano tronero fomentaba.
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