Hace unos días acudí a una estafeta de Correos a cumplir con el ritual casi arqueológico de echar un par de cartas. Un hecho que ... podía haber resultado rápido y sencillo, pero cuya dilación me podía haber servido para pulir una novela, aprender a tocar el fagot o preparar unas oposiciones para juez, con carrera de Derecho de por medio.
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Y no fue porque hubiera mucha gente —que la había—, sino porque Correos ya no es el de antes. Ha mutado en una suerte de bazar donde, si tienes suerte, entre seguros, cupones de diferentes sorteos, mecheros, llaveros y demás merchandising del Camino de Santiago, de vez en cuando alguien recuerda que la cosa va de recibir y enviar cartas.
A la mujer que tenía delante le ofrecieron un seguro de vida, un cupón para el siguiente sorteo de la ONCE y entradas para la fiesta del cine. La oficina parecía uno de esos establecimientos donde se vende absolutamente de todo. Solo faltaban los jamones colgando del techo, el expositor de Mercadillo del Casete y una vitrina atestada de navajas de Albacete, para que mirase en derredor, a ver dónde diantres estaba escondido Berlanga.
Cuando me atendió un joven con alma de comercial, observando el carácter literario de mis misivas me ofreció salir de allí con el nuevo Premio Planeta o, en su defecto, un cuponcillo con el que probar suerte. Le contesté que lo único que precisaba era echar las cartas y que, en todo caso, en tiempos, sabiendo que tenían de todo, hubiera pujado por una cita con Samantha Fox. Raudo, partió hacia el despacho del director del que regresó a los minutos con el labio torcido, como aquel que ve su comisión volar, diciéndome que el artículo solicitado hacía tiempo que había caducado. No conforme con tal sentencia, pero feliz por haber conseguido enviar mis dos cartas, salí de la oficina sorteando un nutrido grupo de futuros clientes, que no sabía si habían acudido para sellar sus envíos, comprar medio kilo de lomo adobado, el último vinilo de Angelus Apatrida o el siempre socorrido Satisfyer.
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Lo paradójico es que mientras las estafetas de Correos mutan en un mix entre Amazon, la tienda de una gasolinera y el Bazar Andorra, en mi urbanización —y vivo en la calle Clavijo, no en Uagadugú— llevo un par de semanas sin escuchar el timbrazo del cartero. Ni facturas, ni cartas, ni publicidad... nada. El silencio del buzón se ha convertido en fiel reflejo de los intereses actuales de Correos y que no pasan por revitalizar un servicio que antaño era modélico.
Qué tiempos aquellos en los que se trataba de una empresa de reparto y los carteros conocían tu nombre, apellidos y suscripciones periódicas. Ahora me temo que el joven de la estafeta de mí solo sabe que participo en concursos literarios y que en mi mocedad fantaseaba con una modelo que cantaba 'Touch me', como si eso resultara posible.
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