Ejemplares

Es escuchar a alguien pronunciando la palabra ejemplaridad y al yayo Tasio le da una mala vuelta el cuerpo. Por la espalda siente un respingo, ... la visión se le nubla, las manos le retiemblan, de pronto le sudan las sienes. El abuelo teme a los que se postulan ejemplares como el pastor a los colmillos de un lobo, y se pregunta cómo de oscura ha tenido que ser la vida previa de quien a partir de ese día declara con toda solemnidad que pasa página para ser ejemplar. Más aún: absolutamente ejemplar, como si la virtud admitiera escalas y en las estanterías del supermercado donde se despacha se pudiera elegir. Una de marca blanca, barata pero apañada con la que poder salir a la calle los domingos. Y otra pata negra, sin lastre, de las que pasas el algodón y sale inmaculado. Ejemplaridades de quita y pon. Ceremoniosas o algo tímidas. Ejemplaridades heredables sin más requisito que nacer en el lugar adecuado y hasta cosidas al cargo, como si bastara con enfundarse el traje de la perfección para quedar ungido de ella. Cuando la fiebre remite al apagarse los ecos de tanta invocación a la ejemplaridad, el yayo Tasio duda de cuáles son los límites, hasta dónde llega el ímpetu por ensalzar la pureza de uno mismo. ¿Hay bribones ejemplares? ¿Se puede disparar ejemplarmente a elefantes en Botswana? ¿Cuántas amantes, comisiones y cuentas en Suiza caben en no ya en una ejemplaridad estándar, sino en una regia? Y al revés: ¿cómo puede alguien despegarse de la ejemplaridad podrida y falsa que viene adjunta al apellido para crearse una propia que poder exhibir? Las invocaciones a la ejemplaridad brotan al mismo ritmo que afloran los escándalos, se plantan en renques paralelos para que unos encubran a los otros. Pero al abuelo Tasio les saben todos igual de falsos e insípidos. Sin gusto ni verdad. Preferiría que todo el mundo fuera un poco más imperfecto, menos ejemplar, mejores personas.