Con tesón, esfuerzo, tiempo y porque no queda otra las personas envejecen. Envejecemos. Y a mucha honra, con sumo gusto, quién me lo iba a ... decir, vaya castigo. Gusto, sorpresa y castigo precipitan cascadas de recuerdos. Perfectos, terminaditos, listos para su disfrute o para la papelera. Cosas de la vejez. Gusta la vida vivida, disfrutada menos de lo deseado, sufrida en ocasiones más de lo que se podía soportar. Se soporta y se aprende. La próxima saldrá mejor.
La edad usada comparte edades ajenas desaparecidas fuera de turno. Se fueron por la ametralladora de la naturaleza que cuando apunta tortura y mata, por curvas de carreteras que se salían del mapa, por gustos que esconden disgustos o porque les dio la gana salir. Cada partida ahonda huecos, multiplica toperas que provocan más tropiezos que la artritis. Lo que un día dolió, duele para siempre. La vejez es una aldea perdida en concejo abierto con otras aldeas perdidas, una tribu propicia a gloriosos desconciertos. Los días sensibles, la tormenta llena el aire de conversaciones interrumpidas y de camarillas que se cuelan en los dormitorios. Son ecos que regresan desde la fresquera emocional donde los desalojados conservan su punto. Los acúfenos de retorno saltan hasta la memoria en guardia y exigen acuse de recibo. La vejez es fiel. Lo que un día alegró, alegra todavía.
El viejillo, la ancianita, escucha, recibe y retransmite. Es enlace, inmediato y puntual servicio de mensajería, cónsul honorario múltiple, rebosa y rebota timbres conocidos, cuchicheos, respirares plácidos del dormir de al lado. El hueco anfitrión limpia el eco, le saca brillo, le poda ruidos parásitos, le lega futuro, le reserva hamaca en la estación de la próxima partida. El viejillo, la ancianita, mantiene la ecofonía por la dignidad de haber sido, por desapego al ya no ser. Han cumplido varias veces 60 años y sólo una 20.
Son receptores MP3 de sesenta, setenta, ochenta, noventa tacos de profundidad y rompen los límites porque habitan en ellos. Buscan el infinito por el placer de buscar. Dan testimonio. Lo que un día dolió, duele para siempre. Y si dar acuse de recibo implica fumar en la misma pipa, se recupera el sillón de al lado, se ceba hebra a hebra el mejor cubano y se prende la brasita. Una caladita no hace más daño que el tufo urbano. Si lo que hay que vivificar es el volante, se abrocha el cinturón y plancha en seco la carretera que perdió una curva. Sin quejas ni llantos. Por consejo de la ecofonía, que le incita a gastarse lo de la pensión en vicios, salidas locas y oportunidades perdidas del común. Se sabe los paisajes y las palabras. Se los sabrá mientras tenga memoria. Si un día la pierde, no los echará de menos, libre como el crac de una hierba.
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