Mi amiga Pilar me ha pedido que no escriba sobre los recientes disturbios protagonizados por jóvenes a no ser que aporte algo nuevo. Y lleva ... razón porque está todo dicho y quizá lo mejor sería callarse pero cerrar el pico (en este caso el teclado) no es mi especialidad, así que, aunque he dudado, opinaré sobre el asunto sin importarme no ser original.
Precisamente Pilar y yo trabajábamos, hace unos años, en los centros jóvenes municipales de Logroño y ( salvando las diferencias) también teníamos nuestras pequeñas batallas campales allí. Éramos dos educadoras recién llegadas al barrio y un porcentaje muy pequeño de adolescentes (que es de justicia apuntarlo) se divertía boicoteando nuestro trabajo. No eran actos importantes comparables a los daños ni de la gravedad de los hechos del sábado pasado, pero para ambas suponían un quebradero de cabeza. Por ejemplo, entraban en el local y se llevaban una silla o una mesa, sobre todo para demostrar al grupo de iguales de lo que eran capaces. Al principio llamábamos a los compañeros de la Policía Local, pero eso convertía más trascendente la hazaña.
Una de esas veces nos robaron el tablón de anuncios del hall de la entrada y, como era habitual, no tardó mucho en llegar a nuestros oídos el nombre del autor. En esa ocasión cambiamos de estrategia y no llamamos a la Policía; se nos ocurrió ir al centro educativo en el que el chico estaba estudiando. En el instituto nos identificamos como personal municipal y tuvimos la suerte de que el profesor o profesora permitió que saliera un momento. La cara del aprendiz de ladrón cuando nos vio era indescriptible. Nos sentamos una a cada lado y en voz baja, para que nadie nos oyera, le hicimos saber nuestras intenciones, que no queríamos que aquella gamberrada le perjudicara, así que tenia que reparar el daño y asunto cerrado. Realmente no le dijimos gran cosa pero lo que funcionó fue la distancia corta, que nos hubiéramos molestado en ir hasta allí. El caso es que devolvió el tablón y a partir de ese día no tuvimos problemas con él. Además, poco a poco, dejó de ser divertido ir a montarla cada tarde al centro joven. Por supuesto, mi compañera y yo lo hemos visto de vez en cuando por la calle Laurel y nos ha saludado con cariño. Y aunque lo parezca no deseo dar lecciones ni recomendaciones ya que en la educación son muchos los que opinan y pocos los que realmente son competentes en la materia. Sin embargo, creo que esta pequeña anécdota puede servir para reflexionar sobre la importancia de la distancia corta con los adolescentes. Sobre todo ahora que la mayoría de los mensajes que reciben vienen de distancias muy largas y que, en muchos casos, se aprovechan de la inocencia y la ingenuidad propias de esas edades para hacerles portavoces de ideas políticas antidemocráticas. Así que se me ocurre que lo único que tenemos las familias y los maestros es la distancia corta. No sería justo si no resaltara, además, que por los centros jóvenes pasaban cada tarde más de 100 chicos y chicas y tan solo dos o tres se saltaban las normas. Según esta proporción, la inmensa mayoría de la juventud cumple las normas, se pone la mascarilla y se recluye en casa a su hora. Pero ese ejército de muchachos y muchachas no abrirán nunca el telediario. Ah, y dicho sea de paso, estoy segura de que mí amiga Pilar coincide conmigo.
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