Hace una semana que he regresado de mi pueblo de Granada y como siempre me cuesta dejar atrás los rostros y las anécdotas de allí. ... No es que me hayan pasado grandes cosas, al contrario, no ha sucedido nada reseñable. Uno de los mejores ratos fue el que pasé recogiendo aceitunas con cuatro de mis sobrinos, concretamente con Pablo, Carlos, Gael y Susana, que tienen entre quince y once años. Este diciembre ha hecho mucho viento y la mitad de la cosecha estaba en el suelo así que se pensó que un día podíamos reunirnos y así los niños ayudaban y de camino se mentalizaban de lo duro que es el campo. Por supuesto que los chiquillos no querían ayudar, solo deseaban irse a jugar con el móvil y con las máquinas y fue bastante díficil que echaran un par de horas y apenas si les cundía. El mayor de ellos decía que no compensaba el esfuerzo tan grande con el resultado final y la pequeña, que tenía mucho frío y que le dolía la cintura...
Así que me acordé de cuando éramos pequeños de las peleas que teníamos con mi padre porque le ayudábamos a regañadientes y en concreto yo, que en cuanto podía me escaqueaba y me ponía a leer o a dibujar. Porque eso de que los niños y las niñas de ahora son peores de lo que éramos nosotros no es cierto, ese es un sintoma claro de vejez prematura, ya que hablar mal de la juventud es algo que viene desde Sócrates, que escribió que la juventud de hoy gusta del lujo y es mal educada, no respeta a sus mayores y chismea mientrás debería trabajar. Esta descripción se puede aplicar perfectamente a mis sobrinos y por supuesto a mí misma. El caso es que para que estuvieran esas dos horas en el olivar tuve que entretenerles con historias, como hacía mi abuelo. Les referí el cuento de tradición oral 'El tío Malarte' que ya deben saberse de memoria. Aproveché para aconsejarles que leyeran mucho, y uno de ellos, en su defensa de la ley del mínimo esfuerzo, dijo que era una tontería leer libros, que lo mejor era ver la película. Le repliqué que el libro es siempre mejor. Como este sobrino mío es un pesado me dijo que seguro que había películas mejor que el libro y no tuve más remedio que reconocerle que 'La Colmena' de Camilo Jose Cela era un buen ejemplo. Me preguntaron que si era una novela de miedo, de abejas asesinas con su imaginación infantil y les conté un poco de qué iba. No les pareció nada interesante y me insistieron en que preferían relatos de terror y suspense. Yo les expliqué que, a veces, la vida cotidiana también da un poco de miedo. Tampoco yo ando mal de imaginación así que, emulando a la Colmena y con permiso del Nobel, me vinieron a la cabeza retazos de esta Navidad. En la frutería la dependienta se quejaba de que no había cita con el pediatra ni con el médico de cabecera en semanas. Mercedes y su superpaga de 400 euros. Una llamativa sede de la extrema derecha en el centro del pueblo con consignas racistas y machistas en el escaparate. Un alcalde socialista con un sueldo recién estrenado de más de 60.000 euros que contrasta con la paga de cualquier pensionista. Un teatro en el que se han gastado tres millones de euros y que carece de personal ni programación estable. María Piedad que tiene un pequeño taller y sufre porque no puede pagar impuestos y quiere una cuota de autónoma a su medida. La pescadera que se alegra de no tener que trabajar el 26 de diciembre por primera vez en su vida. La visita de Estrella, una amiga de Marina y su impresión del pueblo en ruinas con el comercio del centro con carteles de SE VENDE O SE ALQUILA. Mi prima Carmela y su ilusión de ser vieja para poder jubilarse a pesar de que tiene 55 años porque tiene el cuerpo destrozado. Mi cuñado José Luis al que le han trasplantado un riñón con tecnología punta pero que cuando necesita una ambulancia por una hemorragia descubre que no hay disponible. Mi sobrina Claudia, que no tiene derecho a beca porque éstas son casi imposibles para los que declaran todos los ingresos. El dueño de un bar que me echa un vino encima y no me ofrece ni disculpas ni lavandería...
En fin, como ven, microhistorias que no dan terror pero sí un poco de respeto. Pero también como en La Colmena hay personajes luminosos como el antiguo compañero de clase de mi marido con el que charlamos cinco minutos en una fría estación de tren mientras esperabámos a los hijos. Hacía mucho tiempo que no se veían, tanto que ninguno sabía a qué se dedicaba el otro. Este hombre era profesor de Física, le faltaba muy poco para jubilarse y cuando yo pensaba que iba a decir lo mismo que Sócrates me sorprendió con una defensa entusiasmada de los chicos y chicas estudiantes. Explicó que la mayoría eran maravillosos, mucho más preparados que los de su generación, que él tenía un recuerdo pésimo de los años de Instituto con aquellos profesores puestos a dedo por el Régimen. Así que en esta colmena no todo es de miedo, porque siempre hay, y dicho sea de paso, personas que irradian esperanza.
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