Tengo varios amigos y amigas que están cuidando a sus mayores. Algunos se han ido a vivir con ellos y las fotos que mandan no ... son de reuniones sociales o de monumentos desde los que posan sonrientes, sino de cocinas, bastante majas por cierto, en las que puedo ver a ancianos, que no conozco personalmente, saludándome con la mano. Cómo me gustaría a mi poder intercambiar esas imágenes de mis padres que seguro que si continuaran en este mundo harían algo parecido para que nos preocupáramos, lo menos posible, de su salud. Me cuentan los amigos que se adaptan bien, y eso que disfrutaban de una buena calidad de vida con actividades de piscina, deportes, viajes y otras distracciones. Están contentos porque valoran, a pesar de todo, la suerte de compartir este tiempo con esos hijos antes tan ocupados, aunque sea temporalmente. A mí no me sorprende que lleven con resignación esta situación porque para ellos no es nueva. Esa generación que nació en la guerra ha pasado su juventud sin libertad y sin acceso a todo lo que ahora echamos de menos. Los míos, por ejemplo, nunca iban al cine, ni al teatro, ni a la ópera, ni a restaurantes, ni a la playa porque no tuvieron vacaciones, ni siquiera comidas familiares (exceptuando las bodas, comuniones y bautizos), tampoco fueron a la escuela el tiempo suficiente y mucho menos a la Universidad. Esteban, mi padre, echaba más de diez horas al día en un andamio y el domingo arreglaba el campo, no tenía tiempo de pasear ni de hacer deporte por un parque, dejó que lo explotaran con el único objetivo de que las vidas de sus cinco hijos no se parecieran a la suya. Y Ramona, mi madre, aparte de los quehaceres domésticos cosía en casa para un taller, tampoco recuerdo que tomara el sol sino era con una labor en la mano. Cuando mi padre sufrió un accidente ella no tuvo más remedio que buscar trabajo, cómo no tenía experiencia ni formación lo único que encontró fue de cuidadora en el asilo del pueblo, llegaba a casa agotada, pero, eso sí, con un montón de yogures y otros productos a punto de caducar que las tiendas regalaban a las monjas. Al final no le renovaron el contrato porque no era lo suficientemente rápida y su última ocupación fue limpiar una cafetería hasta poder cobrar una modesta jubilación. Pero enseguida cayó enferma de alzhéimer y apenas pudo disfrutar de esa tregua con su marido. Lo que les hacía más felices era presumir de las buenas colocaciones de sus hijos y de los lujos que tenían sus nietos (bicicletas, ordenadores, campamentos, violín, ropa nueva, zapatos...)
Mi amiga Pilar me regaña cuando cuento estas cosas como si mis padres fueran los únicos que pasaron dificultades, dice que hablo de ellos como héroes. Ahora que esa palabra no se nos cae de la boca reconozco que lleva razón, no eran héroes ni pretendían serlo. Lo cierto es que millones de familias vivían igual. Pero esto ocurría no por fatalidad, no porque les tocó esa desgracia. Aquella escasez y miseria tenía una explicación; el sistema político y social del régimen franquista en el que el progreso consistía en aprovecharse de los obreros para que los poderosos se enriquecieran. Esto no lo digo yo, lo cuenta Antonio Maestre en su libro 'Franquismo S.A.'. Ahí detalla con nombres y apellidos la historia empresarial de las grandes sagas que, a día de hoy, siguen ocupando cargos de responsabilidad en consejos de administración y en entidades públicas. Para que esta oligarquía disfrutara de grandes privilegios era preciso que la mayoría de la gente viviera como si estuviera confinada. Un confinamiento de muros invisibles, simplemente porque no tenían ni tiempo libre ni acceso a los bienes materiales. Tampoco ahora esta situación es una desgracia sin explicación, el desmantelamiento de la sanidad pública y los recortes en personal sanitario no son ajenos a la saturación hospitalaria. Ni es ajena la dependencia de España de otros países para el suministro de material a la deslocalización de empresas. O es que nadie se pregunta porqué en España no hay fábricas de mascarillas.
Lo cierto es que proteger a nuestros padres es un acto de justicia y agradecimiento, porque se sacrificaron para que nosotros vivamos mejor. Pero yo me pregunto qué tendremos que hacer nosotros por nuestros hijos y nietos. Porque temo que cuando esto termine con la excusa de la crisis peligre esa sociedad de bienestar que tanto costó conquistar. Pronto pisaremos las calles, para que nos dé el aire y el sol, saldremos para abrazar y besar a familia y amigos, pero también para defender los derechos de todos los ciudadanos. Para que este confinamiento no signifique un paso atrás en la prosperidad que nos legaron esos viejecitos que, dicho sea de paso, ahora nos saludan cariñosos desde sus cocinas.
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