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La cocina de la prosperidad

DICHO SEA DE PASO ·

Domingo, 12 de abril 2020, 10:03

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Tengo varios amigos y amigas que están cuidando a sus mayores. Algunos se han ido a vivir con ellos y las fotos que mandan no ... son de reuniones sociales o de monumentos desde los que posan sonrientes, sino de cocinas, bastante majas por cierto, en las que puedo ver a ancianos, que no conozco personalmente, saludándome con la mano. Cómo me gustaría a mi poder intercambiar esas imágenes de mis padres que seguro que si continuaran en este mundo harían algo parecido para que nos preocupáramos, lo menos posible, de su salud. Me cuentan los amigos que se adaptan bien, y eso que disfrutaban de una buena calidad de vida con actividades de piscina, deportes, viajes y otras distracciones. Están contentos porque valoran, a pesar de todo, la suerte de compartir este tiempo con esos hijos antes tan ocupados, aunque sea temporalmente. A mí no me sorprende que lleven con resignación esta situación porque para ellos no es nueva. Esa generación que nació en la guerra ha pasado su juventud sin libertad y sin acceso a todo lo que ahora echamos de menos. Los míos, por ejemplo, nunca iban al cine, ni al teatro, ni a la ópera, ni a restaurantes, ni a la playa porque no tuvieron vacaciones, ni siquiera comidas familiares (exceptuando las bodas, comuniones y bautizos), tampoco fueron a la escuela el tiempo suficiente y mucho menos a la Universidad. Esteban, mi padre, echaba más de diez horas al día en un andamio y el domingo arreglaba el campo, no tenía tiempo de pasear ni de hacer deporte por un parque, dejó que lo explotaran con el único objetivo de que las vidas de sus cinco hijos no se parecieran a la suya. Y Ramona, mi madre, aparte de los quehaceres domésticos cosía en casa para un taller, tampoco recuerdo que tomara el sol sino era con una labor en la mano. Cuando mi padre sufrió un accidente ella no tuvo más remedio que buscar trabajo, cómo no tenía experiencia ni formación lo único que encontró fue de cuidadora en el asilo del pueblo, llegaba a casa agotada, pero, eso sí, con un montón de yogures y otros productos a punto de caducar que las tiendas regalaban a las monjas. Al final no le renovaron el contrato porque no era lo suficientemente rápida y su última ocupación fue limpiar una cafetería hasta poder cobrar una modesta jubilación. Pero enseguida cayó enferma de alzhéimer y apenas pudo disfrutar de esa tregua con su marido. Lo que les hacía más felices era presumir de las buenas colocaciones de sus hijos y de los lujos que tenían sus nietos (bicicletas, ordenadores, campamentos, violín, ropa nueva, zapatos...)

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