Anecdotario

En el viento del otoño

Sábado, 1 de noviembre 2025, 21:46

En todos los colegios hay un niño que come solo. Siempre lo hubo. Se sienta al final del comedor y mastica en silencio, despacio, mirando ... fijamente al plato y removiendo con la cuchara como si entre las lentejas se encontrara la respuesta de una pregunta que nadie le ha hecho. Los compañeros lo ven. Algunos profesores también. En los despachos se redactan protocolos anti acoso detalladísimos, presentaciones y esquemas minuciosos como tratados diplomáticos que no harían falta si otro chico del colegio se sentara junto a ese que come solo y dijera a los demás: «Eh tíos, dejadlo en paz». Pero el acoso escolar funciona como las dictaduras: necesita que la mayoría permanezca en silencio, así que a veces nadie se sienta y el chaval sigue allí solo tragando su sufrimiento.

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Sé que lo de «tíos» se ha quedado antiguo y pertenece a mi generación. He dudado, pero no he corregido la palabra porque, aunque haya cambiado la jerga y ellas se llamen «bebé», y ellos ahora digan «bro» y «hermano», el problema continúa: Educación estudió 43 casos de acoso el curso pasado, 19 más que hace un año, y desde el mes de septiembre la Consejería ha abierto siete expedientes por bullying en centros educativos de la comunidad. Lo contó hace días Víctor Soto en este periódico, y hay que hacer el esfuerzo de descorrer la cortina de los números para ver que tras esas cifras hay muchísimo dolor, una soledad indescriptible en un tiempo que debe ser de felicidad y aprendizaje; son los años en los que el 'yo' empieza a construirse, y en parte se forma también en el crisol de las miradas de los demás. Todo eso lo destroza el bullying, que es un abismo sin fondo, una oscuridad de la que algunas veces los niños tratan de escapar de la peor forma posible, no porque quieran dejar de vivir, sino porque quieren dejar de sufrir.

El martes por la mañana un puñado de alumnos riojanos -algunos menores de edad- organizaron una manifestación en el Espolón en memoria de la sevillana Sandra Peña. Sandra había denunciado acoso en su colegio hasta en dos ocasiones. Lo sufrió durante meses y, tras no encontrar ayuda, se tiró desde la azotea de su bloque. Tenía 14 años. Puede que la manifestación del martes haya sido una de las más sencillas y sinceras de las que hemos tenido en los últimos años. También de las más emocionantes, porque fue un gesto dirigido a una niña de Sevilla a la que jamás habían visto, a la que no conocieron y nunca habían dirigido la palabra, y sin embargo, en esa distancia geográfica que separa La Rioja de Andalucía se condensaba una solidaridad profunda, casi mística: querían contarle al viento del otoño que no se olvidan de Sandra, que su nombre no se borraría en el olvido como los de tantas otras víctimas de la crueldad infantil.

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