Hay una extensa literatura sobre los supuestos beneficios del horario de invierno y yo creo que es obra de gente extraña, tipos que nunca han ... levantado la persiana al amanecer para coger un autobús hacia el polígono industrial. Tecleo sobre estas cosas y me siento como un toro que resopla ante el capote que agitó Sánchez el otro día; sé que es una trampa, pero me lanzo igual porque Chéjov recomendaba escribir siempre sobre asuntos cotidianos.
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Como cada último domingo de octubre, Europa nos ha quitado una hora de luz al terminar el día para dárnosla por la mañana cuando nadie la quiere, porque es un rato en el que casi todos estamos discutiendo con la alarma del móvil acerca de quién manda en casa. Nos sueltan el soniquete de megafonía de estación de «a las tres serán las dos» y es un robo más elaborado que el de los atracadores con camión grúa del Louvre: insisten en que ganamos una hora de luz y lo que ocurre en realidad es que perdemos las tardes porque uno sale del trabajo de noche como un tipógrafo de imprenta del siglo XIX.
La tarde es donde ocurre la vida; la mañana es mentira porque nadie está despierto del todo hasta el café de las once y la noche pertenece a una dimensión distinta. Pero la tarde es otra cosa, esa luz oblicua de las seis, al salir de trabajar o de donde sea que cada uno finja ser productivo, y ver que todavía hay sol. Eso es la civilización. Eso es lo que nos separa de los bárbaros. Por eso yo defiendo que se mantenga todo el año el horario de verano, porque es el de los cuerpos que viven hacia afuera, el de las terrazas llenas, los críos en los columpios y los abuelos de paseo con la chaqueta en la mano. Con el sol casi rendido es cuando España más se parece a sí misma, al país que cena a horas intempestivas porque todavía hay luz y en el que el ruido de los cubiertos se mezcla con el ajetreo de unas calles que laten con vida propia. Pero seguimos atrasando los relojes como si estuviéramos en 1974 en plena Crisis de Petróleo, y todo eso se encoge ahora: el tiempo se vuelve más pequeño y durante estos meses es como si viviéramos dentro de un abrigo que nos queda corto; nos dicen que se ahorra energía eléctrica, pero nos consumen la anímica.
Nos dicen que se ahorra energía eléctrica, pero nos consumen la anímica
Este ajuste del reloj es una ceremonia de obediencia perfecta y sincronizada, aunque es bonito comprobar como a la gente del campo le da igual. Los que lo hemos visto en casa lo sabemos, porque el horario de la huerta o las gallinas no depende de un despacho. Esto es un mandato de burócratas que eligen el trabajo sobre la vida, la melancolía de los tubos fluorescentes sobre la luz del atardecer. Por eso mira uno la ciudad a las seis de la tarde y dan ganas de hacer lo de Goethe en su lecho de muerte, cuando se incorporó en el instante final para gritar «¡Luz, más luz!»
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