José Ibarrola
Anecdotario

Polvo de tiza en las manos

Sábado, 22 de noviembre 2025

Cuando a Albert Camus le dijeron que había ganado el Nobel de Literatura se acordó en primer lugar de su madre, e inmediatamente después, de ... un antiguo profesor del colegio llamado Louis Germain. En cuanto supo que le habían concedido el premio, Camus cogió papel y bolígrafo y empezó a escribirle una carta: «Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, nada de esto hubiese sucedido. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido».

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La carta de Camus es un testimonio extraordinario de la influencia que ejercen algunos maestros en nuestras vidas. Es un texto pequeño y precioso, emocionante y limpísimo del que me acordé hace unos días cuando Javier Muru Covaleda recogió su premio al Teleco del Año en la Noche de las Telecomunicaciones de La Rioja. Alumno de Jesuitas, del IES Escultor Daniel y del Sagasta, estudió Ingeniería de Telecomunicaciones en Zaragoza, pasó por Suiza y participó en decenas de lanzamientos del satélite Ariane 5 en La Guayana Francesa. Después regresó a Europa y ahora dirige desde Toulouse la filial de GTD, una compañía de ingeniería aeroespacial embarcada en defensa, ciberseguridad, inteligencia artificial, proyectos para Airbus y satélites de observación terrestre. En su discurso, entre los agradecimientos, los aplausos y el vértigo de los focos y el atril, Muru tuvo unos segundos para recordar a María Piudo, profesora del Sagasta que le animó a emprender un camino lleno de logros vitales y profesionales.

A mí nunca me nombrarán Teleco del Año y es probable que tampoco me den el Nobel de Literatura, pero hay una categoría especial de recuerdos de la infancia que resisten el paso del tiempo con una tenacidad inexplicable, y por eso yo también guardo en mi memoria a los profesores que me hicieron sentir que importaba: hombres y mujeres con polvo de tiza en las manos que ahí, entre aquella jungla de chavales que nos lanzábamos bolas de papel, me encontraron y supieron ver en mí lo que yo aún no veía. A veces me cruzo con alguno de ellos por la calle y los saludo con mucho cariño; no recuerdo sus lecciones ni las fórmulas o las definiciones, pero eso ya no importa, porque ahora le dan sentido a la frase de Maya Angelou: «La gente olvidará lo que dijiste, olvidará lo que hiciste, pero nunca olvidará cómo la hiciste sentir».

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