Unas señoras agitaban sus banderitas de España con fervor otoñal. Habían venido a silbar a Marlaska aunque no estaba previsto que el Ministro acudiese al ... acto, pero eso era lo de menos porque la gente lleva esta clase de pasiones en el corazón como se llevan las fotos de los nietos en la cartera. Cerca de ellas, subidos al borde de la fuente de Vara de Rey, un grupo incontrolable de niños daba saltitos y alborotaban felices por estar esa mañana de lunes sin mirar a una pizarra. Jaleaban cualquier acontecimiento que pasase por allí: gritaron «¡Bravo!» a los fotógrafos y «¡Viva España!» al dron que se colocó inmóvil y en vertical sobre el centro de la rotonda. Los chavales se empujaban y reían y uno estuvo a punto de caer al agua. Las señoras de Marlaska lo vieron tambalearse pero ese chapuzón, como la presencia del ministro, fue solo una fantasía que no llegó a producirse.
El acto solemne del izado de bandera empezó sin Gonzalo Capellán. El presidente aguardaba dentro del coche oficial esperando a ver si alguien le daba paso y subsanaba el error de protocolo que lo había dejado encerrado ahí, mirando la vida pasar por el cristal de la ventanilla. Sonó el himno nacional cuando debían haber llamar a Capellán para que se incorporase al grupo de autoridades y ya todo se precipitó y el acto cogió velocidad como la roca gigante de Indiana Jones. Se desató entonces un pedrisco de whatsapps entre políticos, responsables del evento y asesores, pero no había arreglo posible; la bandera subía y subía entre un público entregado que aplaudía y sonreía mucho con las cabezas alzadas y las miradas clavadas en el blasón que ascendía por el mástil a pequeños intervalos.
«Esto también es el Estado», me dijo una vez un político en un desfile militar. Lo que pasa con el Estado es que, como estamos viendo ahora, a veces puede adoptar el aspecto de un circo desmantelado. Faltó Marlaska para disgusto de las señoras y Capellán para alegría de los periodistas, que así tuvimos algo con lo que dar color a las crónicas, pero el público pareció entusiasmado y hasta la bandera quiso ondear con estilo cinematográfico movida por una brisa de octubre que pareció estar incluida en el guion.
Reabrieron la calle y una ambulancia que esperaba con las luces de emergencia pudo continuar su camino. La gente se marchó desperdigada y allí se quedó bailando al viento la gran bandera de España. Tras ella permaneció con su paso congelado el labrador que esculpió Rubio Dalmati con la mirada dirigida a otro lugar, la misma mirada de bronce que traía mi abuelo cuando volvía del campo.
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