Las caras
No conocía de nada al teniente coronel Gayoso. De hecho, hasta mediados de marzo del año pasado apenas había oído su nombre alguna vez. ... Y de repente, en esas semanas de mundo patas arriba, su estado de salud pasó a ser un asunto importante para mí.
¿Por qué el suyo, más que el de los otros cientos de personas que acabarían muriendo a lo largo de esos meses? No lo sé muy bien. Probablemente había una mística del hombre fuerte, el jefe del cuerpo de élite de la Guardia Civil, el tipo que, en teoría, no debería sucumbir al COVID. El hombre que debería dar la esperanza de que no, de que eso era algo que solo mataba a las persona que ya venían tocadas de antes. Un ancla de certidumbre en esos momentos en que nada era cierto.
Sé que no fui el único. Siempre que a un responsable sanitario riojano se le pregunta por los momentos más duros de la pandemia, recuerda el viernes en el que murió Gayoso. Algo se le rompió a mucha gente aquel día.
Y es que las caras son importantes. Siempre: saber que cuando hablamos de política hablamos de personas con nombre y ropa en el armario. Y que cuando hablábamos de COVID, de gente en los hospitales y de muertos, cada número era una puta desgracia.
Así que el teniente coronel se convirtió, muy a su pesar, en la cara de esa primera fase del COVID, la que más miedo daba porque todo nos pillaba como de sorpresa.
Y ahora que viene la Semana Santa, quizá nos hagan falta más caras. Porque esto vuelve a tener mala pinta, porque las UCI están aún llenas mientras discutimos sobre si los alemanes van a la playa y nosotros no.
Ojalá nos dé por pensar más. En esas caras, digo. En esa terrible personificación de la desgracia, que muchos no ven hasta que les toca demasiado de cerca. Porque algo hace falta para esos (no tan pocos) que no terminan de entender de qué va este asunto. Que mira que es simple. Como escribió Kubrick, «los muertos solo saben una cosa: es mejor estar vivo».
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