Ojo de buey

Piano, piano

Adoro los pianos. Su mueble. Su escultura. De pared. De cola. Uno de los objetos más bellos imaginados por el ser humano. Un ejemplo palmario ... de cómo la función crea el órgano (hermano del piano). En este caso la función de la imaginación musical. Nada más completo que la música. Y el piano es el artefacto que reúne toda la herramienta para culminarla. Una gran extensión de las manos. El modo piano. Siempre lo digo: todo lo que sé lo cambio por saber tocar el piano. Fui un niño que creció cerca de pianos. Mi tío Félix era pianista. Ahora mi sobrina Andrea es pianista. Me ponía mi tío delante de su piano, sobre sus rodillas, y posaba mis manos sobre el teclado. Me divertía, me maravillaba y me asustaba. El provocar sonidos, con mis dedos. En el salón de estar de su casa, que era como un ático de músico, en el último piso del dúplex –probablemente el primero de la ciudad– entre Hermanos Moroy y Sagasta. Con nueve o diez años ya le seguía en sus conciertos, hundido en las butacas de los salones de las Cajas de Ahorro, de la Escuela de Magisterio o de la S. A. R. El día de San Mateo de 1971, en una carretera, mi tío y mi tía se fueron para siempre. Pero aún conservo antiguas cintas de magnetofón, en la que se le oye tocar a él, y mi voz y la de mi hermana hablándole. Y conservé hasta la última mudanza su pick-up, que permitía poner varios discos a la vez, que iban cayendo por su propio peso, a medida que concluían las caras. Discos de pizarra y de vinilo, con conciertos de piano de Rachmaninoff o Beethoven entre sus surcos. Es una psicofonía doméstica y melancólica. Desde entonces, asocio el piano y su música a la pérdida. Pero como la fotografía o las películas (tanto las caseras como las universales). Es una condición del arte: trabajar la ausencia. Estos días, por ejemplo, se conmemora el medio siglo del Köln Concert de Keith Jarrett (enero de 1975). Me regaló el disco en su día mi querido y recordado amigo Antonio García Aparicio. Tenía dos ejemplares y me regaló uno. Lo escucho y vuelvo a escuchar a Antonio, a través del piano de Jarrett. Esta grabación –repleta de accidentes e imprevistos, casi como soñada– supuso un registro extraordinario de la intimidad entre piano y pianista. Solo las Goldberg por Glenn Gould podrían equipararse. Oyes la respiración de Jarrett, exhausta en ciertos acordes, gemidos de esfuerzo gimnástico, como de tenista clavando una volea; los golpes de pedal y sobre la madera del piano. Y así, parte a parte, de las cuatro de que se compone el concierto. He vuelto a sacar el disco esta mañana, para escucharlo. Y veo en el campo labrado del vinilo un rocío de polvo fino, pequeñas mellas, alguna huella dactilar (¿mías o de Antonio?): la prueba de su escucha repetida, durante años. El certificado de que –al igual que Jarrett– también has respirado e impulsado ese piano, ese concierto. Que ya no es sólo un disco: es un texto. Y un palimpsesto, pues hemos escrito encima otro concierto cada vez lo escuchamos. Y pienso en otro piano y otro pianista y en la historia –literal– de evitar o paliar la pérdida. Cuando se produjo la catástrofe de Fukushima, en 2014, el gran Ryüichi Sakamoto estaba peleando contra un cáncer terminal. Y lo hacía con la única arma su música, en su Estudio de Nueva York. En ese claustro, Sakamoto repasaba, revisaba, reinventada las preciosas melodías de sus bandas sonoras. Pero aún tuvo el coraje de hacer algo más. Y como Jarrett quiso enfrentarse con un piano cuerpo a cuerpo. Ambos cuerpos ya muy damnificados. Y Sakamoto al final salvó el del piano. El de la música. Se fue hasta Fukushima, rescató un piano de cola hundido por el tsunami; en un salón de conciertos que era una espelunca de lodo con trazas radioactivas. Se sentó en el taburete; observó los daños producidos en el teclado; acarició su arpa y lo afinó. Creo recordar que sonó El cielo protector. Y en fin: tecleo este texto y me hago la ilusión de que toco un piano que produce notas, pero ¡ay!, son solo... a pie de página.

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