El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. EFE

García Ortiz lleva la silla eléctrica de la Fiscalía General al escenario más insólito

No hay precedentes de un jefe del Ministerio Público camino del banquillo y con tantos charcos tras de sí, en un cargo con cuatro dimitidos desde 1978

Domingo, 3 de agosto 2025, 00:04

Lo dejó dicho para la hemeroteca del Congreso José Manuel Maza: «Esta es la parrilla de San Lorenzo, que primero te ponen de un lado ... y luego de otro». El entonces fiscal general del Estado bajo el Gobierno de Mariano Rajoy, señalado por su gestión en Anticorrupción en medio de la oleada de escándalos que interpelaban al PP, describió con esa retranca el riesgo del puesto que encarna una de la principales autoridades del país. Maza murió en noviembre de 2017 con las puñetas puestas, víctima de una repentina y letal insuficiencia renal cuando estaba de viaje oficial en Argentina y apenas llevaba un año en su cargo. Nunca se había producido un desenlace tan fatal al frente del Ministerio Público, pero lo que sí ha sido frecuente es la cortedad de los mandatos en esa suerte de silla eléctrica que es la Fiscalía General. Jesús Cardenal y Cándido Conde-Pumpido, en las antípodas ideológicas, aguantaron, mes abajo mes arriba, siete años. O los aguantaron José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, los presidentes que los eligieron y con los que cesaron, como determina la ley.

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Álvaro García Ortiz (Lumbrales, Salamanca, 1967) figura como el decimoséptimo fiscal general de la democracia española en la relación que abrió Juan Manuel Fanjul, hijo del general golpista fusilado en la Guerra Civil. Una lista cuyos perfiles atestiguan las dificultades históricas de maridar la independencia consagrada por la Constitución con que sea el Gobierno el que designa al jefe del Ministerio Público. Pero ninguno de sus predecesores ha protagonizado tantas batallas, tantos episodios sin precedentes, en el hermoso palacio de la madrileña calle Fortuny que alberga la institución. Y en el caso del jurista salmantino, no precisamente por disentir del Poder Ejecutivo.

García Ortiz, al que apenas se conocía, más allá de la carrera, como el acusador público en el desastre medioambiental del 'Prestige', ha inscrito en el relato de la Fiscalía General la excepcionalidad de ser el primero en verse procesado por un presunto hecho delictivo, la filtración de datos confidenciales de un justiciable investigado por fraude tributario, Alberto González Amador, a la sazón el novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid y martillo pilón contra el sanchismo, Isabel Díaz Ayuso. O lo que es lo mismo: el Supremo, en su condición de aforado, lo ha abocado a sentarse en el banquillo, lo que trocará al acusador en acusado. Un cambio de papeles tan inimaginable como para que el legislador no previera qué hacer ni en el Estatuto que regula el funcionamiento del Ministerio Público, ni en el reglamento que lo desarrolla, ni en la ley del Poder Judicial. Si García Ortiz no dimite, en la práctica está poco menos que blindado.

Que quien dirige la Fiscalía esté en puertas de ser enjuiciado bajo el solemne artesonado del Supremo por la posible comisión de un delito que vulnera una de las premisas de su cargo –el deber de reserva– constituiría ya una huella indeleble en la trayectoria de García Ortiz de no ser porque éste ha ido de charco en charco desde que accedió al cargo en el verano de 2022 por la renuncia por enfermedad de su jefa, mentora y amiga, la previamente ministra de Justicia Dolores Delgado. El afán de su sustituto por promocionarla ha desatado sucesivos choques con la Sala de lo Contencioso del Supremo pilotada por el magistrado Pablo Lucas, la cual llegó a atribuir al fiscal general «desviación de poder» –eufemismo jurídico del nepotismo– al revocarle el nombramiento de su colega como fiscal de Sala de lo Militar.

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Doble pulso con el Supremo

Un doble pulso –penal y contencioso– con el alto tribunal que hace único al vigente responsable del Ministerio Público. Como lo hace el haber sido calificado como «no idóneo» para su cargo por el Consejo General del Poder Judicial. Y como lo hace que un tercio de la cúpula de la Fiscalía –con sus antecesoras Consuelo Madrigal, de orientación conservadora, y María José Segarra, progresista, a la cabeza– le pidiera hace meses su salida por el bien de la institución.

Hay cuatro precedentes de dimisionarios en la Fiscalía General desde 1978. El primero fue Luis Antonio Burón, quien dejó el cargo después de que Felipe González arrugara el ceño ante la querella contra Jordi Pujol por el 'caso Banca Catalana'. La pérdida de autoridad con Aznar llevó por la misma senda a Juan Ortiz Úrculo, y Eduardo Torres-Dulce lo emuló por sus roces con el gabinete de Rajoy. Lo ocurrido con Eligio Hernández, igualmente con Gobierno de González, parece una humorada del destino: se fue antes de que el Supremo lo removiera... por una falla en su currículum de la que también participó el Ejecutivo. Hernández cree hoy que García Ortiz no puede seguir en Fortuny.

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