Lunes de resaca con calderetas al fondo
El interminable funeral de la reina nos ha hecho olvidar que estamos en San Mateo... O no. Quizás solo ocurre que es lunes, que ... transitamos en ese día triste que llega justo después del fin de semana de fiestas. La mañana es fresca y la calle está inesperadamente semidesierta. Algunos coches que se van cargando de maletas anuncian lo irrefutable de que cada vez son más a los que la juerga les dura lo que va del cohete y su vermú torero a la primera estampida de fuegos artificiales. Luego, carretera y manta a Cambrills, cerca de Salou. Cuento en una baldosa media docena de autos con el maletero en plan Tragantúa de maletas y mochilas. La que se va es gente de todo pelaje y edad, no solo de la fauna mayormente adulta que el domingo había atendido en el Ayuntamiento la llamada de 'Café Quijano'. «Como un cohete de la tercera edad», me lo exageró, seguramente, un próximo. Y fantaseo con un millar de jubilados, manos a la espalda, atendiendo el discurso del mayor de los Quijano con el mismo interés que siguen la apertura de una zanja en Calvo Sotelo. En ese trance, pongo el automático hacia Gonzalo de Berceo por evitar Portales y El Espolón y ver el ecosistema festivo más allá del 'centro neurálgico de la fiesta', que diría un locutor de los 60. En ese 'más allá' el encefalograma es plano. Casi que no se detecta síntoma vital festivo alguno. Como si la ciudad hubiese entrado en parada y se impusiera un chute de epinefrina en vena. Es lo que tiene darlo todo en las primeras 48 horas de fiesta. Que luego los cuerpos se quedan hechos un guiñapo. Y en las carteras, ¡ay las carteras!, se oye el eco.
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San Mateo casi a los 60
En el oeste de la ciudad huele a rancho. A patatas y carne cocinándose. En toda la calle del primer poeta blablablá blablablá, ya saben, sí palpita la fiesta. La vía está cerrada a todo lo que no sea gastrotráfico y los ciudadanos se han hecho fuertes en la calzada con sus mesas, sus sillas, sus toldos y sus pérgolas; sus cazuelas, sus porrones, sus copas y sus guindillas. Hasta una cuádriga. Sí, una cuádriga enganchada a una extraña bicicleta. Con ese menú, Gonzalo de Berceo parecía el sueño del alcalde Hermoso. Y no se quejaba ni dios. El concurso, festival, exaltación o lo que fuera esta concentración de cocineros, pinches, colegas y gorrones me llevó de vuelta a los sanmateos a tiempo para asomar la copa al cielo y brindar por Juan Gutiérrez, que andaría por ahí arriba abriéndole un buen vino a la reina, que habría de llegar sedienta después del tanto trajín funerario.
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