Testimonios de mayores tutelados
«Nunca llegué a casarme, estuve a punto, aunque al final nada de nada»Aunque desde diferente punto de partida, Marta y Agustín comparten destino, los dos están tutelados por la Fundación Riojana de Apoyo a la Discapacidad
Marta y Agustín viven en la residencia de personas mayores de Lardero. Los dos prefieren mantener su identidad a resguardo, en su pequeña parcela de ... intimidad, así que en realidad ni ella se llama Marta ni él Agustín. Ambos tienen un nexo en común: están tutelados y protegidos por la Fundación Riojana de Ayuda a la Discapacidad a la que llegaron por motivos radicalmente opuestos, aunque siempre con un poso de tristeza. Los dos, en algún momento de sus vidas, se han visto solos o han tenido que dejar a los suyos cuando ya no podían cuidar de ellos. Son la cara visible de una realidad que empieza a adquirir una dimensión que preocupa a las administraciones y que necesita nuevas infraestructuras para que el futuro no les pille con el pie cambiado.
Marta tiene 64 años es de Logroño y vive desde hace cuatro años y medio en Lardero, en la residencia del Gobierno de La Rioja. Concede esta entrevista pese a que tiene un fuerte dolor de cabeza, «todo por dormir mal», dice. Gran parte de su vida ha estado ligada a la Fundación Riojana de Apoyo a la Discapacidad. Durante dieciocho años residió hasta en tres pisos tutelados en Logroño. Para entonces ya había conseguido que le reconocieran una minusvalía. No fue tarea fácil. Se la negaron en reiteradas ocasiones, «el médico me mandaba a trabajar pero yo no podía», cuenta. Al final lo logró en Oviedo. «No me regalaron nada, porque yo no estaba bien».
Marta se fue pronto de casa y con el tiempo se alejó de los suyos. La distancia se impuso y las relaciones eran prácticamente inexistentes. En ese tiempo difuso también encontró trabajo, pero mantuvo el empleo «apenas unos años y a temporadas, cuando les corría prisa para la época del mazapán. Me pagaban mal y me explotaban. Hacía doce horas y me compensaban con una miseria», relata.
Cuando vivía con su madre se dedicaba a las labores del hogar, ayudaba a su progenitora porque en el mismo domicilio residían también sus cuatro hermanos –dos de ellos y su madre fallecerían años más tarde–.
Quizá por el recuerdo de aquellos momentos que pasaba mano a mano con la mujer que le dio la vida, cuando estuvo en los pisos tutelados una de las tareas que más le gustaba de todas las que le encomendaban era tender la ropa. «Me encantaba», espeta. Por contra, no le agradaba nada fregar los platos, «prefiero fregar los suelos antes que los cacharros. Teníamos lavavajillas, pero antes hay que darles un lavado porque si no, se quedan..., no es como en la televisión que te lo sacan todo muy limpio». El monitor que tenían entonces repartía las labores, les organizaba y cada día les asignaba una actividad diferente. Eso era por las tardes porque por las mañanas tenían que ir obligatoriamente al centro ocupacional, era una condición para permanecer en los pisos. Al final del día «acababa muy cansada» porque una vez que terminaban sus tareas iba a casa de su madre «a pincharle la insulina, era diabética y estaba malita, con demencia senil, era muy mayor y murió con 91 años», cuenta.
Con el tiempo acabó en la residencia. Al principio lo llevó muy mal porque su madre había fallecido hacía cuatro meses. Con tratamiento por depresión y por un episodio psicótico que sufrió cuando estaba sola, su pena se ahondó y apenas levantaba cabeza. Con el tiempo su vida ha dado la vuelta como un guante. Ahora dice sentirse a gusto, «lo tengo superado con medicación de por vida, pero lo tengo superado». Todos los sábados come con sus hermanos y en Navidad pasa los días clave con ellos. «Duermo en casa de uno de ellos, que tiene una habitación libre y una cama muy cómoda. Ella nunca tuvo hijos, tampoco se casó, pero estuve a punto, aunque al final nada de nada», sonríe.
A su día a día no le falta de nada, en el centro en el que reside tiene su grupo de amigas, ven la tele, hacen excursiones... no paran. A principio de verano estuvieron tres días en Salou, les llevó una monitora y se hospedaron en el hotel Jaime I. Un complejo «muy grande que tiene más de 700 habitaciones». Confiesa que no se bañó en la piscina pero «había una caldera que se llenaba de agua y que te caía toda de golpe y te refrescaba».
Este pasado San Mateo acudió a la feria con una compañera, con tan mala suerte que se cayó en la parada de autobús y se hizo daño. Afortunadamente nada que le impidiera acudir días después a la Caseta de Andalucía. «Estaba Bárbara la de la Pantaloneta, te morías de risa con ella. Era enorme la carpa y estaba así», hace un gesto con los dedos para indicar que estaba lleno de gente. Ahora, insiste, tiene una vida plena. «Estoy de maravilla, no como al principio. Estoy como una reina, siempre optimista, siempre sonriendo aunque me sienta mal».
Agustín es un hombre bastante más callado que Marta, casi de monosílabos. Es cabizbajo, incluso de apariencia triste, pero sólo de apariencia porque dice sentirse bien y a gusto en su mundo prácticamente reducido a las instalaciones de la residencia en la que pasa los días y al entorno más próximo. Su caso representa al de un grupo de hombres que han corrido la misma suerte. Nunca se casaron y siempre vivieron bajo el mismo techo que sus padres y, sobre todo, bajo su protección hasta que ellos faltaron o no pudieron atenderles como lo habían hecho hasta ese momento.
A Agustín, que tiene 71 años –el próximo día 15 cumplirá 72– le ocurrió algo parecido. Su madre vive, tiene 94 años, siempre residió con ella en Logroño hasta que con los años ni ella podía darle los mismos cuidados ni él podía hacerse cargo de ella. La mujer acabó viviendo con una de sus dos hijas y Agustín, después de que los Servicios Sociales pusieran su situación en conocimiento de la Fiscalía riojana y se celebrara una breve vista en los juzgados para decidir sobre su tutela, se trasladó con todas sus pertenencias a su nuevo hogar en la residencia de mayores de Lardero.
Aquello no supuso la separación entre madre e hijo porque «más o menos una vez al mes» sus dos hermanas, las dos más jóvenes que él, la llevan para que puedan verse, hablar y abrazarse. El próximo día 15 «es posible» que le hagan una visita para celebrar con él su cumpleaños.
Agustín ha trabajado toda su vida y siempre en la misma empresa. Desde los 18 hasta los 60 años, cuando se jubiló. Y «no sólo en Logroño, también enMiranda de Ebro», relata. Su día a día es «tranquilo, hago poca cosa. Me levanto, desayuno, como y juego al ajedrez». Todos los días echa una partidita con otros tres compañeros. Este es su único hobby. «No tengo más, ni siquiera voy a excursiones, no me gusta, lo que más me agrada es quedarme en casa».
Su habitación en la residencia es individual, allí guarda su ropa y todas sus cosas, «pero me paso todo el día abajo, a la habitación sólo voy a dormir». Como mucho, da un paseo por los alrededores de una residencia en la que asegura que está muy contento.
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