«Yo lloraba y le decía que por qué me hacía daño»
P.G.
logroño.
Domingo, 4 de abril 2021, 02:00
Ana (nombre supuesto) Marcada por la violencia
Llamémosle Ana. Ana nació en un país latinoamericano, en una zona rural. A sus abuelos los mató la guerrilla cuando su madre tenía 10 años. ... Tuvo que buscarse la vida escarbando en la basura. Pronto, muy pronto, comenzó a tener hijos. «Ella pedía comida en los restaurantes y nos servía los sobraos que le daban. Y así nos fue criando», recuerda.
Según su testimonio -recogido en el informe de Médicos del Mundo-, Ana se marchó a España después de que mataran a su marido. Llegó a Madrid. Aterrizó en Barajas como turista. Había pedido prestados mil euros para demostrar en la aduana que manejaba dinero (un requisito imprescindible para demostrar que entraba como turista). No tenía papeles ni encontró trabajo. Se metió en la prostitución. «Muchos creen que esto se hace por gusto. ¿Pero quién te va a dar trabajo a ti sin documentación?», se pregunta. Acabó en La Rioja. Ha trabajado en un club y en dos pisos. Dice que en dos ocasiones la violaron: «Yo por detrás no acepto nada y ese chico me cogió a la fuerza. Yo lloraba y le decía que por qué me hacía daño. Le decía que no me obligase. Y él no decía nada». Todas estas experiencias han dejado mella psicológica en Ana, que además arrastra severos problemas de salud: «Yo soy muy miedosa y con lo que me ha pasado más. Me da miedo dormir sola. Yo no puedo irme a una habitación sola. Me muero de tristeza».
Rosa (nombre supuesto). Desde la adolescencia
«Creía que aquí todos iban a usar preservativos..., pero para nada»
Llamémosle Rosa. Ella tenía 17 años cuando se inició en la prostitución: «Éramos solo unas niñas. Yo tenía 17 y ellas 13. Él nos llevaba a un hotel y allí lo hacía con él mientras él las tocaba y miraba. Eso dos veces por semana y siempre con el mismo», cuenta.
Llegó desde su país a España con una idea equivocada: «Yo creía que aquí iban a usar preservativos, que por ser aquí el epicentro de la prostitución los hombres eran más conscientes y se cuidaban... Pero para nada». Rosa ha trabajado en un club y en un piso. «Ha habido momentos duros -señala-. Te sientes sucia. No puedes evitar lo sucia que te sientes antes de tener relaciones, es algo muy humillante, me sentía como si no fuera nada. Y si me pegaban me sentía peor».
Clara (nombre supuesto). Del paro a la prostitución
«Es triste esta vida... No veo una vida peor»
Llamémosle Clara. Vino de América. Estuvo trabajando como cocinera en España, pero la echaron. No encontró nada. Se metió en la prostitución. Hace unos meses, cuando Médicos del Mundo hizo su estudio, estaba en La Rioja, aunque su caso ilustra bien el tránsito frenético al que muchas están sometidas: ya ha pasado por quince clubes. Sufrió malos tratos de niña. A su hija le ha dicho que tenía que trabajar durante dos años para comprarle una casa. Clara recuerda que una vez la drogaron. «Tienes que estar más consciente porque si no pueden hacerte cualquier cosa», advierte. «Son muy duras las cosas que se viven -concluye-. Es triste esta vida... No veo una vida peor».
Silvia (nombre supuesto). El peligro de los pisos
«Me mandaba clientes sin parar, 60 o 70 al día»
Llamémosle Silvia. En su país estudió hasta sexto grado, pero luego tuvo que dejarlo porque su familia no tenía dinero. Se casó a los 14 años. Tuvo su primer hijo a los 18, el segundo a los 19. Luego se separó. Comenzó a prostituirse todavía adolescente, pero decidió marcharse a España: «Me decían que aquí se ganaba mucho dinero y muy rápido. Me decían que en España los sueños se consiguen y que yo iba a conseguir mi sueño». Su sueño ha acabado convirtiéndose en pesadilla. Ha trabajado en tres clubes y en dos pisos. «El piso es más peligroso -explica- porque no conoces a nadie y si llegan los clientes y se ponen, te acojonan... Te dicen que te van a matar, que te van a descuartizar y a comerse un trozo tuyo. Yo, cuando recibo amenazas, ya me paso a otro lugar. Me escondo».
Su testimonio, tal y como aparece recogido en el informe de Médicos del Mundo, pone los pelos de punta. «Empezaba (la proxeneta) a enviarme clientes desde las 8 de la mañana hasta las doce de la noche, sin parar, como 60 o 70 clientes al día. Todos eran clientes de 30 euros. Si yo hacía 500 euros, para ella eran 250 y 250 para mí. Trabajé ocho días con ella porque me amenazaba». A Silvia, como a otras muchas compañeras, le daba miedo acudir a la policía porque temía que la acabasen deportando. «Tuve que aguantar ocho días y después le dije que yo ya tenía fiebre, que no podía más».
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