Vista general de la aldea de Santa Cecilia, perteneciente a Santa Engracia de Jubera, donde dominan la calma y el sosiego. I.J.

El sueño de los padres

Llenar de vida La Rioja Vacía ·

Espíritu comunitario. La solución a la despoblación no está solo en aplicar incentivos económicos; se olvidan del entramado social, familiar, cultural, religioso...

ÍÑIGO JÁUREGUI

Lunes, 27 de abril 2020, 20:51

El pasado 13 de febrero, el diario 'La Opinión' de Zamora publicó una noticia en la que anunciaba la firma de un documento a través ... del cual cinco asociaciones locales se comprometían a defender los intereses de la provincia y promover su desarrollo económico y social. El acuerdo solicitaba la aplicación urgente de cuatro medidas destinadas a paliar y revertir la sangría demográfica que padecen la inmensa mayoría de sus pueblos: establecimiento, a través del IRPF, de beneficios fiscales para los residentes; aplicación de bonificaciones económicas y de otra índole para los trabajadores públicos decididos a ejercer su profesión o fijar su domicilio en dichas comarcas; fomento de la apertura de negocios a través de la 'discriminación fiscal positiva' y, finalmente, creación y puesta en marcha de forma coordinada entre todas las administraciones de un plan para la atracción de nuevas inversiones y/o empresas a la provincia de Zamora, y el desarrollo de las ya existentes, que incluya medidas fiscales, económicas y administrativas.

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Si he elegido servirme de este manifiesto como excusa para redactar este artículo, no ha sido por la obsesión maniaca que el redactor o redactores del mismo demuestran por la fiscalidad o la Hacienda Pública, sino porque las demandas que enumera podrían ser suscritas por cualquiera de los colectivos que intentan poner coto, aliviar o revertir el fenómeno de la despoblación de la España interior. Todos ellos, en mayor o menor medida, solicitan lo mismo: más recursos económicos, más inversiones o, alternativamente, rebaja de cuotas o reducción de los tipos impositivos. Parece que el problema se reduce a una mera cuestión económica que puede resolverse aplicando medidas de la misma índole. Mucho nos tememos que no es así, que este fenómeno es más complejo y posee facetas que escapan a esa lógica o que no pueden solucionarse aplicando únicamente ese tipo de respuestas. Y es que, como señalan Fernando Collantes y Vicente Pinilla en un extraordinario libro titulado '¿Lugares que no importan?', el Estado español ha dispuesto, durante un par de décadas, de abundantes recursos destinados a financiar el desarrollo rural. Estos fondos, estructurales o no, librados por la Unión Europea, han sido empleados por las CC.AA. para redoblar las subvenciones destinadas a los agricultores en activo pero no han servido para fijar la población, ni para fomentar un desarrollo genuino e integral de la economía de esas comarcas vacías que ahora, de repente, nos duelen tanto. Es lo que tiene empezar a construir la casa por el tejado, y sin planos; apostarlo todo a la carta del turismo rural o distribuir sin ton ni son, sin el establecimiento previo de criterios, prioridades o proyectos viables, cientos y cientos de millones de euros caídos del cielo, es decir, de las instituciones comunitarias europeas.

Pongamos, por caso, que se otorgasen las ayudas solicitadas, que el dinero llegase en abundancia de la mano de generosísimas inversiones. ¿Se llenarían los pueblos? Y, si lo hiciesen, ¿durante cuánto tiempo? ¿con qué grado de compromiso?

Belleza paisajística desde una ventana abandonada. i J.I.

Quienes piensan que la solución de la despoblación se reduce exclusivamente a la aplicación de incentivos económicos suelen olvidar, a veces interesadamente, que la vida en los pueblos o en el medio rural contaba con un ingrediente fundamental que no puede crearse ex novo, de la nada. Las comunidades campesinas del pasado y, hasta cierto punto, las del presente, poseían un tejido social extremadamente tupido compuesto por un entramado de relaciones sociales, familiares, económicas, simbólicas, culturales y religiosas. La combinación y superposición de esos vínculos producía una mentalidad comunitaria y solidaria que empapaba todas las actividades imaginables y fluía por todo el sistema. Los miembros de esas agrupaciones eran conscientes de que la salvación, la supervivencia, el bienestar de cada uno de los vecinos dependía, en buena medida, de la solidaridad de sus pares y de los mecanismos de reciprocidad sancionados por la tradición. Este régimen comunalista, por llamarlo de algún modo, nada tenía que ver con el altruismo o con los valores cristianos. Era la necesidad hecha virtud, una obligación o una cuestión de vida o muerte de la que las ciudades y burgos se libraron.

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Pues bien, en la actualidad, no solamente sospecho que ese espíritu se ha debilitado o está en franco retroceso entre los habitantes de los pueblos sino que, además, es completamente ajeno, nada tiene que ver con la mentalidad o los valores de cuantos sueñan con volver al campo o deciden dar ese paso y hacerlo desde una urbe. Los residentes de las ciudades que llegan a los pueblos para desarrollar proyectos personales, sean del tipo que sean, son incapaces de cumplir esa exigencia colectiva o comunitaria. El individualismo que les anima y da aliento es incompatible o hace inviable un proyecto estable o a largo plazo, un compromiso que incluya a sus hijos o a los hijos de sus hijos. Ese compromiso, tejido social, apego, solidaridad o espíritu comunitario, da igual cómo lo llamemos, es lo que el dinero o las inversiones, por más que lo intenten, jamás podrán comprar o reconstruir. Como decía un vecino de Ibort, una de las localidades del Pre-Pirineo oscense, refiriéndose a la segunda generación de neorrurales: «Es difícil que quieras soñar el sueño de tus padres».

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