Nada como una flor recién cortada, preferiblemente de noche, a escondidas y en un jardín prohibido, para obsequiar al amado como prueba de eternidad contenida ... en algo que irremediablemente ya está muerto. Nada como los anhelos de libertad cuando se está privado de ella o como los sueños de cambiar el mundo cuando todavía se sueña un mundo mejor. Nada como hacer la revolución disparando claveles a pecho descubierto.
A falta de esa flor calada en un fusil, a falta de esa utópica revolución siempre por hacer, yo prefiero las flores secas de la memoria guardadas en los libros de historia y poesía, claveles que dejaron su aroma rojo aplastado en viejos libros comprados en el mercado de las pulgas de Alfama, prefiero esas reliquias de nostalgia real que inventarse teatrales flores de plástico para honrar a no sé qué esperanza de no sé qué futuro que no llegará con tales nimiedades.
Con 'Claveles' de Emma Riverola me pasa lo mismo que con los homenajes póstumos, que, si no son imprescindibles o muy hermosos, me sobran. Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio... ya sabes el resto. Más que imprescindible, montarle al 25 de abril del 74 un drama cómico por su cincuentenario –una dramedia bastante comercial en el fondo, revestida de alegato progre–, es oportunista si no lo justifican argumentos de más calado que un puñado de frases hechas y pensamientos de adolescencia en plena crisis de la tercera edad. Y hermoso, lo que se dice hermoso, yo solo vi el decorado de Paco Azorín, un precioso bosque, que, por otro lado, sirve para esta obra igual que podría servir para un seminario pijo de mindfulness.
En ese evocador espacio escénico –como de retiro espiritual de alguien que se ha apartado de la vida activa y mundana para su contemplación desde la pureza y así poder ejercer la crítica y reorientar el rumbo de la sociedad desideologizada–, con ese trasfondo histórico y simbólico de la primavera portuguesa a sus espaldas, se produce el reencuentro después de décadas de Violeta y Javier, dos viejos amigos que corrieron a Lisboa en cuanto escucharon cantar al camarada Zeca Afonso.
Adoro 'Grândola, Vila Morena', siempre me eriza la piel. Pero me hartó su abuso. Me hartó el cúmulo de temas tangenciales embutidos en la historia y dejados sin resolver: amor libre, machismo, abusos sexuales, luchas de poder... Todo y nada sin dos personajes verosímiles, un pusilánime expresidente de Gobierno y una filósofa sabihonda y naíf como una perdiz, papeles a medida que difícilmente logran hacer creíbles Silvia Marsó y Abel Folk. Imposible compadrear con ellos, imposible sentirse interpelado como pretenden en exceso...
Imposible, sí, sigamos pidiendo lo imposible. Aunque a veces nos conformaríamos con algo simplemente hermoso. Como una flor natural, bella incluso mucho después de marchitar.
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