JUSTO RODRÍGUEZ

De Cellorigo a Villaseca: el púlpito, la cresta y un ábside románico

LA RIOJA, BELLEZA INTERIOR ·

A la sombra de Peña Luenga, entre rocas erizadas y campos de cereal, se cobija uno de los pueblos más singulares de La Rioja

Pío García

Logroño

Jueves, 18 de junio 2020, 08:25

Los cronistas toman un desvío a la izquierda antes de llegar al cruce con la carretera de Miranda. Ven la silueta de Cellorigo, ahí en el horizonte, como un águila recostada en su nido, y deciden meterse por una carreterita minúscula, con el asfalto roto y baches de cuando Franco, que se hunde entre los campos de cereales. Es una carretera andrajosa pero bella, con una optimista línea discontinua en medio, que cabalga hacia Foncea. El GPS ni siquiera le atribuye un numerito. A la hora de coger el ramal que conduce a Cellorigo, una señal, medio caída en un ribazo, apunta: «Camino agrícola». El viento peina los trigales, que pronto recibirán la visita anual de la cosechadora, y una viña intrépida se mete en las entrañas del bosque.

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Quizá los urbanistas puedan explicarnos por qué razón a alguien se le ocurrió un día poner un pueblo ahí, pero la visión de Cellorigo deja estupefacto al viajero. Parece un gallo que alzara su cresta con insolencia. A la entrada del pueblo hay un cartel de piedra, sujeto por dos pilares de hormigón. Está sucio de líquenes y algo herrumbroso, pero todavía se puede leer. Pone: «La Diputación Foral de Álava al conde alavés D. Vela Jiménez, en el mil ciento aniversario de la batalla de Cellorigo 883-1983». En aquellos tiempos, este pueblo fue escenario de frecuentes contiendas entre cristianos y musulmanes. Todavía se le llama «el castillo» al sitio en el que probablemente se ubicó una fortaleza musulmana, al otro lado de Peña Luenga («la Lengua» para los lugareños).

Cellorigo. Pueblo de nobles y batallas, acurrucado junto a Peña Luenga. JUSTO RODRÍGUEZ

Hace mil ciento y pico años, como recuerda aquel cartel, el conde don Vela libró en estos parajes dos batallas consecutivas contra las tropas sarracenas del príncipe Al-Mundir. Sus victorias permitieron a los reyes cristianos ocupar todos los campos que se extienden a los pies de Cellorigo –y la vista abarca un océano verde y amarillo que llega hasta el Pico San Lorenzo–. Aunque por aquí no se viera guerreando a ningún apóstol, tal vez este punto sea más importante para la llamada 'Reconquista' que la legendaria batalla de Clavijo, hoy reducida a la consideración de escaramuza mítica. La torre de Cellorigo fue pasando de mano en mano hasta que el rey Fernando I de Castilla se la concedió a don Rodrigo Álvarez, abuelo materno del Cid.

A Cellorigo le apodan 'el púlpito de La Rioja'. La vista abarca un océano verde y amarillo que llega hasta el Pico San Lorenzo

En el interior de la iglesia de Villaseca se respira la espiritualidad sincera y sin artificios del románico cisterciense

Villaseca. El interior del templo, con una virgen gótica que fue robada y posteriormente recuperada. Justo Rodríguez

Estas historias de espadas y alfanjes, tan evocadoras, resultan hoy de una brutalidad inverosímil. Sopla un viento tibio y por las calles de Cellorigo solo se oyen los ruidos de la tranquilidad: un tractor que sube una rampa; cuatro ciclistas que se han parado a hacer fotos; un hombre con barbitas que se pasea con su cámara buscando encuadres insólitos; tres gatos fugitivos que se esconden entre unos escombros; una mujer –Maite– que se queda mirando intrigada a los forasteros. «En los días claros –les dice–, podemos ver hasta Logroño». A Cellorigo le apodan 'el púlpito de La Rioja'. Hay unas barandillas y unos carteles con flechas para que los visitantes puedan pasear su mirada por todo el valle e ir descubriendo los pueblecitos cuyos campanarios tachonan los campos: Galbárruli, Anguciana, Cihuri, Casalarreina, Sajazarra, Villaseca, Castañares, Fonzaleche, Herramélluri, Leiva, Treviana... Es como si alguien hubiese desplegado un gigantesco y minucioso mapa en el que estuviese cartografiado todo el territorio situado entre los Montes Obarenes y la sierra de la Demanda. «La pena es que la gente del País Vasco conoce esto mejor que la gente de La Rioja», dice Maite.

Villaseca. Raúl Cubillas y Luis Mari Valgañón, junto al ábside de la iglesia románica de Villaseca. Justo Rodríguez

En Cellorigo queda poca gente. Apenas hay once vecinos censados. Algunas casas están abandonadas, pero otras mantienen con orgullo su estampa nobiliaria, con escudos llenos de armaduras y motivos heráldicos. Ninguno de ellos, sin embargo, puede competir en solemnidad con el farallón rocoso que se encuentra a sus espaldas y que tantos desvelos causó hace más de mil cien años al conde don Vela y al príncipe Al-Mundir.

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El ábside de Villaseca

Entre Cellorigo y Villaseca hay cinco kilómetros, decenas de fincas y tres siglos de historia. La tierra se vuelto plana de repente. Si en Cellorigo los musulmanes levantaron una torre que ya no existe, en Villaseca los cristianos edificaron una iglesia que aún perdura. Los cronistas tienen suerte porque, cuando ya se iban del pueblo, se han encontrado con Raúl Cubillas y con Luis Mari Valgañón. La mujer de Luis Mari tiene en custodia las llaves de la iglesia. Así que se las piden, abren el portón, despotrican un poco de las lechuzas, que lo ponen todo perdido, y pasan bajo las arquivoltas desnudas, ligeramente apuntadas. Hay a la derecha una virgen gótica y una pequeña imagen del santo titular, Román. También un Cristo crucificado. En el presbiterio, despojado y austero, uno respira la espiritualidad sincera y sin artificios del románico cisterciense. «Suele venir gente a verlo», les informa Raúl.

Cuando se despiden de sus anfitriones, los viajeros se quedan un rato mirando el exterior del ábside, con sus ventanales en forma de hucha y sus simpáticos canecillos. Luego giran la vista hacia el norte. La cresta de Peña Luenga se recorta lejana y exótica, como los penachos de plumas que llevaban los reyes aztecas.

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Villaseca. La vista desde el 'púlpito de La Rioja', en Cellorigo. Justo Rodríguez

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