El otro día borré del móvil la aplicación Radar COVID. Busqué a ver por dónde estaba, deslicé la pantalla, fui abriendo carpetas, la encontré y ... apreté el dedo sobre el símbolo con esa rabia medio sádica que tienen los niños malvados cuando aplastan hormiguitas en el parque. No me dio ninguna pena; la tuve año y medio ahí, inútil, muda, con el bluetooth encendido para ver si rastreaba algo pero nunca dijo nada, no vibró, no mandó alertas y solo se dedicó a consumir batería.
Me la instalé contentísimo en verano de 2020 cuando no había vacunas y todo era un tiovivo de cierres perimetrales, ERTES y toques de queda. Me pasó con Radar COVID como con los productos que anuncian de madrugada en esos anuncios larguísimos y encantadores, que yo cuando no puedo dormir voy al sofá y enciendo la televisión a ver qué venden esa noche. Veo esas sartenes mágicas, las gafas con linterna incorporada, los cuchillos, las mopas o esos colchones prodigiosos y cuando me quiero dar cuenta llevo 40 minutos a oscuras en el salón con sonrisa de hipnotizado. A mí me parecen siempre unos cacharros imprescindibles igual que Radar COVID, y siento que es muy urgente tener alguno; una vez compré un aparato para cortar verduras y frutas en gajos, tiras y cubitos y antes de un mes fue de vuelta a su caja de cartón.
Sería un proyecto buenísimo, pero la aplicación fue un fiasco y un despilfarro; el camino hacia el ridículo siempre ha estado plagado de ideas maravillosas. Borrarla y ver cómo se esfumaba de mi móvil fue como contemplar un barco alejarse del puerto y despedir a la pandemia de una maldita vez. Nunca funcionó y el Pasaporte COVID tampoco. A mí no me lo han reclamado en ningún sitio, pero esto lo que revela es cómo ha sido mi vida social en estos últimos tiempos. Ahora también han abandonado ese certificado y me da un poco de rabia, porque te descargas esas cosas, te las pones en el móvil y en el fondo eres como el chaval que acaba de cumplir 18 años y quiere que le pidan el DNI en la discoteca.
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