En política, lo que no se nombra no existe. Esta máxima, tan antigua como el propio discurso político, sigue vigente en un mundo donde la ... batalla por el relato se ha convertido en trascendental. Los políticos lo saben bien y por eso evitan términos que puedan comprometer su narrativa o su agenda ideológica. Y es que el lenguaje no es solo una forma de comunicación, es también una herramienta de poder y de control sobre la opinión pública. En España, durante la crisis económica de 2008, el gobierno de Zapatero evitó durante meses utilizar la palabra «crisis». Se hablaba de «desaceleración», «dificultades económicas» o incluso «turbulencias financieras». Unos años después, el nuevo gobierno de Rajoy evitó a toda costa hablar de «rescate» por parte de la Unión Europea y prefirió aquello de «línea de crédito en condiciones ventajosas». Y estos días nos encontramos con algo similar cuando vemos a muchos políticos negándose a usar la palabra «genocidio» para describir lo que está pasando en Gaza, porque creen que verbalizarlo así supondría reconocer abiertamente que Israel está cometiendo un delito de lesa humanidad, algo que desean evitar, aunque cada vez sea más difícil de sostener.
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Pero en este intento por controlar el lenguaje, no solo hablamos de evitar palabras, sino también de crearlas o de renombrarlas, porque en política quien nombra las cosas acaba poseyéndolas e introduciéndolas en la mente de los ciudadanos. Es por eso que los políticos se afanan muchas veces en utilizar eufemismos para suavizar realidades comprometidas o negativas. Por ejemplo, en vez de hablar de aborto o de eutanasia, se prefiere usar «interrupción voluntaria del embarazo» o «muerte digna», que suenan más asépticas y despiertan menos rechazo. Lo mismo que «redistribución de la riqueza» en vez de «subida de impuestos». En el ámbito militar, se acuñó aquello de «daños colaterales» para referirse de una manera más neutral y deshumanizada a la muerte de civiles inocentes y se habla de «operaciones militares» o «misiones de paz» para evitar decir «guerra». Y también durante la crisis, nos acostumbramos a escuchar los términos «reformas laborales» en vez de «recortes», «crecimiento negativo» en vez de «recesión» o «liberalización» en vez de «privatización».
Todos estos ejemplos tienen algo en común: revelan hasta qué punto el lenguaje es una herramienta de control del relato y cómo los políticos utilizan las palabras para tratar de condicionar nuestro pensamiento. Lo que se nombra se visibiliza, se debate y se asume. Lo que no se nombra, simplemente desaparece del espacio público. Por eso es más necesario que nunca un periodismo riguroso, una ciudadanía crítica y una atención constante a las palabras que se dicen... y a las que se esquivan. Porque, en política, el silencio también habla. Nos toca no dejarnos embaucar por el intento de quienes, retorciendo el lenguaje, tratan de esconder la realidad y, con ello, sus verdaderas intenciones.
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