La «oreja negra de la familia» o «una hernia fiscal» son construcciones lingüísticas de mi padre que, al recordarlas, aún me hacen sonreír. Es increíble ... que casi diez años después de su muerte, esas chilindrinas sigan sirviéndome para relacionar algún episodio de su vida con la actualidad. Por ejemplo, cuando escuché la polémica sentencia del Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado pensé en un hecho similar que le ocurrió a él. Por supuesto, salvando las distancias que, como es habitual en mí, son abismales.
Les cuento: mi padre sufrió un grave accidente en el andamio. En ese momento ya era mayor —unos cincuenta años— y nadie le daba empleo, hasta que un pequeño empresario de la construcción lo contrató sin contrato. Una práctica tristemente común, fruto de la necesidad, que daría para más de una deliberación judicial. Y que, por desgracia, aún no ha desparecido en este país. El caso es que eran tiempos de crisis y él aceptó esas condiciones por necesidad. Eso sí, cumplía con profesionalidad y esmero. Tras el accidente no quería reclamar. Sentía gratitud por quien le había ayudado y no deseaba causarle problemas. Pero yo, que era mayor, insistí y busqué un abogado laboralista.
El empresario lo visitó en el hospital, explicó que el negocio no era muy rentable y reconoció que mi padre no estaba dado de alta en la Seguridad Social pero añadió que tenía una póliza de accidentes. Para no disgustar a mi padre, que no accedía a denunciarlo, el abogado decidió centrarse en reclamar a la aseguradora. Así que lo primero que hizo fue enviarme a la delegación de la compañía, me hicieron pasar a un despacho para esperar. Sobre la mesa había una carpeta con el nombre de mi padre. La abrí y en el primer documento leí: «Este hombre tiene una póliza de accidentes pero no lo sabe. Hay que decirle que no tiene derecho». Cerré la carpeta con el corazón en la garganta. Cuando se lo conté al abogado, me reprochó que no me apropiara de aquella prueba. Hoy le habría hecho una foto con el móvil, pero entonces ni se me pasó por la cabeza llevarme el papel.
Denunciamos a la aseguradora y fuimos a juicio, porque se negaba a pagar. Nuestra sorpresa fue mayúscula al descubrir que habían enviado un detective privado a espiar a mi padre. Le hicieron fotos en la pequeña huerta detrás de casa para intentar demostrar que no estaba imposibilitado. Lo peor no fueron las fotos, sino la humillación: mi padre estuvo a punto de llorar al sentirse tratado como un farsante. Él, que nunca había dado motivo para dudar de su palabra y su honor. Ese detalle fue lo más doloroso y casi lo llevó a abandonar.
Finalmente, los informes médicos acreditaron su discapacidad y mi padre ganó. La aseguradora pagó —muy poco, por cierto— pero lo suficiente para los honorarios del abogado. Con todo, él tuvo más suerte que el fiscal general, condenado a dos años de inhabilitación y obligado a indemnizar al presunto delincuente.
Al final, va a llevar razón mi padre con lo de la «hernia fiscal». Porque una hernia es una una quebradura en la estructura. Y en este caso queda claro que el sistema judicial será legal pero, y dicho sea de paso, no es justo.
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