Un latin lover, que se traduciría como amante latino, es una figura que apareció hacia los años sesenta o setenta y era una especie de ... ligón de playa, en aquellos años postreros del franquismo en los que se iba a Biarritz o Perpiñán a ver cine, prohibido aquí, y, los más osados, intentaban hacer real el mito de ligar con suecas en las playas mediterráneas. Hubo también alguna secuela, más bien sucedáneo, como aquella conocida canción de Raffaela Carrá, que incidía sobre parecido tema.
Me lo ha recordado, naturalmente, el libro del político riojano Emilio del Río, titulado 'Latin lovers', que juega en el título a hacer un guiño a aquella época pasada, en que los vientos más amables venían del otro lado de los Pirineos. 'Latin lovers' es un hermoso libro que, sobre todo, se presta a varias reflexiones. Su traducción, 'amantes del latín', tiene poco que ver con aquellos personajes, casi cómicos, que intentaban ser ligones de playa, pues viene a ser una amenísima exposición articulada de la importancia del latín en la cultura europea.
Quienes estudiamos dos años de latín, a pesar de que nuestro Bachillerato era de Ciencias, sabemos lo importante que fue la lengua latina en nuestra formación; me temo que la actual ausencia del latín en las aulas esté dando unas generaciones con formación mucho más específica, pero probablemente sin esa visión amplia de la vida, tan necesaria para saber de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Otra reflexión, no menos importante, es la que fomenta el hecho de comprobar que aún quedan políticos con el nivel intelectual necesario para se capaces de escribir un libro de estas características, aunque, en este caso, ya lo presumíamos quienes conocemos el gran programa de radio, también con el latín de por medio, en el que Emilio del Río colabora con gran éxito.
Que un político tenga una buena formación intelectual, además de deseable, debería ser lo normal, pero creo que, desgraciadamente, no lo es y vemos, incluso en la primera línea de la actividad política, que se está sustituyendo esa valía intelectual por la palabrería, sin mucha sustancia, aprendida, desde las juventudes de los partidos, en largos años de luchas partidistas e, incluso, intestinas.
Con un político y, además, intelectual, como es el caso que nos ocupa, se puede estar de acuerdo o no con sus propuestas ideológicas, pero es de justicia darle las gracias por elevar el nivel discursivo, que nos reconcilia, en buena parte, con la clase política. Otra cosa es que ser intelectual sea conveniente para una carrera política, pues eso es otro cantar, ya que «España y yo -y los correligionarios- somos así, señora».
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