Cuando no se opta por la elocuencia del silencio (ojalá se escogiera más), aspiramos a que nos escuchen cuando hablamos, a que se preste atención ... a nuestras palabras. Pero a muchas personas no les basta con la fuerza de la mera expresión oral y como práctica la remarcan con diversos apoyos físicos que resultan más o menos cargantes. Buscan con esos énfasis, que podríamos llamar de maniobra, fijar mejor la atención del oyente y con frecuencia consiguen lo contrario. Es probable que no tengan confianza en que lo que dicen suscite el suficiente interés por sí mismo o sepan que todos somos sordos selectivos y arman su discurso de varias maneras. Un conocido tiene la pésima costumbre de darte golpecitos a pares en el pecho con el dorso de la mano cuando te explica algo. Una vez le hice yo lo mismo y me miró molesto. Es corriente y enervante el tipo que cuando vas andando con él y llega al meollo de su asunto, se para y te obliga a pararte hasta que concluye la perorata. Y un clásico por parte de la legión de los pesados: el que te coge del brazo para que no te largues. Y otras variantes por el estilo. De estos énfasis físicos uno puede escapar a la carrera o, si corre menos que el enfático, ralentizarlo para la salida con una coz en la espinilla en aplicación del principio del oso, según el cual cuando un oso os va a perseguir a otro y a ti, el otro dirá (quizá dándote golpecitos) que es inútil huir porque un oso corre más que una persona. Tú le explicarás que eso no es lo relevante, sino correr más que él.
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Peor que estos énfasis físicos son los retóricos, los de ampulosidad basada en hablar de algo nimio dotándolo de unas connotaciones como de cantar de gesta. Los más chuscos son los de carácter épico castrense; contar una compra en las rebajas como si fuera la batalla de Guadalete. Es gracioso cuando usan ese tono de epopeya quienes lo más aventurado que han hecho en su vida es lamer los restos de mayonesa sin desenchufar la batidora. Puso el listón muy alto Federico Trillo cuando contaba cómo le propuso a Aznar la toma de la isla Perejil (el nombre da la talla; ahora hay un documental sobre el asuntillo). Parecía que rememoraba el desembarco de Normandía en vez de lo que fue: la ocupación de un fútil islote custodiado por unas cabras y un par de gendarmes marroquíes fumados.
Con lo considerado que es contar las cosas sin aspavientos ni adornos, sin eternas digresiones y en definitiva con el menor número de palabras. Como bien dijo El Perich parafraseando a Gracián: «Lo breve, si breve, dos veces breve». Y además con el calor estival se aguantan aún peor las murgas.
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