Viendo los desastres que asolan el mundo, incapaz de armonizar las distintas costumbres, ha venido a mi memoria la leyenda bíblica de la torre de ... Babel, de la que nos habla el primer libro del Pentateuco, el Génesis: después del diluvio, los hombres decidieron construir una gran torre que llegara hasta el cielo, pero Dios les castigó confundiendo sus lenguas, lo que obligó a los hombres a extenderse por la tierra. Ésta es la explicación bíblica a las distintas lenguas que se hablan en el mundo. Con el paso del tiempo, la diversidad de lenguas ha dejado de ser un problema para el entendimiento de los hombres, pero no así las distintas costumbres, que siguen siendo una barrera importante en dicho entendimiento. Como ejemplo, he recordado el caso de un emigrante que, cada vez que conseguía el dinero suficiente, viajaba a su país, pagaba la dote de una mujer y se casaba con ella; ya tenía tres esposas, pero, curiosamente, las dejaba allí y él volvía solo a España a seguir trabajando. Al preguntarle por qué no se traía a una de sus mujeres para aliviar su soledad –no he dicho que el hombre tenía una gran simpatía natural–, contestó: «No, no, eso no; si vienen aquí, podrían gustarles vuestras costumbres y eso sería un problema».
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Este conflicto de costumbres se está avivando en toda Europa, con la llegada masiva de inmigrantes, y el entendimiento no siempre es fácil. Otro ejemplo de esta dificultad se ha dado en el centro educativo en el que yo ejercí como matemático durante veinticinco años: el Instituto Sagasta de Logroño, donde ha surgido la polémica por una decisión del Consejo Directivo o del Consejo Escolar, si siguen denominándose así, que prohíbe a los alumnos taparse la cabeza con gorras, pañuelos, hiyabs, etc. Aparte de la opinión que cada uno tenga al respecto –unos consideran que esta prohibición es un atentado contra la libertad, mientras otros recuerdan casos de muchachas adolescentes que confiesan con pesar que son obligadas, en contra de su voluntad, a taparse la cabeza y no tienen libertad para elegir–, la polémica me ha recordado a un alumno quinceañero que tuve en dicho instituto, al que vi discutir en un recreo con sus compañeras de clase, que le reprochaban que su madre y sus tías, con quienes vivía el muchacho, no tuviesen libertad para salir de casa. Él contestaba que su religión les daba una libertad que ellas, sus compañeras de clase, no tendrían nunca y que dónde iban a estar mejor que en casa. Una chica le preguntó que, si no salían, quién hacía la compra en su casa, a lo que contestó: «¡Quién la va a hacer! Mi padre, que es quien tiene el dinero».
Este conflicto de costumbres es un exponente de esa torre de Babel que es el mundo y que no parece vaya a dejar de ser. Y el ascua de la palabra libertad cada uno la acerca a su sardina.
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