La plazuela perdida

Moro de la morería

Releyendo el Romancero del siglo XV, di en el romance de Abenámar, aquel que comienza: «¡Abenámar, Abenámar / moro de la morería, / el día en que ... tú naciste / grandes señales había (...)», y caí en la cuenta de la naturalidad con que, en aquella época, se hablaba del moro, sin ningún matiz despreciativo, simplemente como contraposición al cristiano, en tiempos bizarros de luchas, enfrentamientos, conquistas y reconquistas. Es raro el romance en el que no aparece la palabra «moro», incluso designándose ellos mismos como moros, en contraste con el matiz despectivo que algunos quieren ver ahora en la palabra. Y es que es muy fácil, aunque grotesco, culpabilizar al lenguaje de la carga negativa que uno quiere ver, generalmente de forma ridícula, en las palabras, cuya naturaleza es neutra, casi aséptica.

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El Diccionario de la Real Academia Española deja bien claro en sus dos principales acepciones, aunque hay otras, el significado de la palabra «moro»: «Natural del África septentrional frontera a España»; «Que profesa la religión islámica». Vemos que, tanto una como otra de las acepciones, dan pie a utilizar la palabra con total naturalidad y sin ningún matiz peyorativo. Otra cuestión es si el que utiliza dicha palabra tiene intenciones ocultas, o no tanto, de ofender con el tono que emplea, pero eso puede aplicarse también, como bien sabemos, a cualquier gentilicio o, incluso, apellido o nombre propio. Igual de llamativo es lo que ocurre con la palabra «negro», aplicada a la raza, y los intentos de sustituir dicho vocablo por «de piel morena», «de color», «afroamericano», etcétera. En mis primeras cartillas de estudiante, o puede que fuera en el catón –aquel libro que comenzaba, para enseñar las vocales, con «ala, elefante iglesia, ojo, uva»–, aprendí que las razas humanas eran: blanca, negra, amarilla, cobriza y malaya. Aparte de lo que pueda tener de verdad o mentira dicha afirmación, pues los conocimientos etnológicos han avanzado mucho en los últimos cincuenta años, nos acostumbró a utilizar la palabra «negro», igual que «moro», con naturalidad; nada que ver con el complejo de culpa que muchos quieren que acompañe al uso de estos vocablos. Y es que las personas, cuando se obsesionan con la ideología, pueden hacer un ridículo espantoso, más todavía si se empeñan en calmar dichas obsesiones haciendo un mal uso del lenguaje. Parece que en 55 universidades públicas hay movimientos para cambiar el lenguaje y hacerlo más inclusivo. Si para eso está la universidad pública, de la que tan orgullosos estamos quienes estudiamos en ella, que no se quejen del auge de la privada.

Prefiero quedarme con los bellos romances del cancionero anónimo español, como el que dice:

«Tres morillas tan garridas

iban a coger olivas,

y hallábanlas cogidas en Jaén:

Axa, Fátima y Marién».

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