La plazuela perdida

Hablar con perspectiva

Se le atribuye a Manuel Azaña la frase: «Si los españoles habláramos solo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que ... nos permitiría pensar». Ha venido esta frase a mi memoria, a pesar de no ser un gran admirador de Azaña, aunque le reconozco algunos méritos, por esa costumbre, cada vez más extendida, de hablar sin conocimiento de causa. Es muy español hablar de lo humano y lo divino sin reflexionar sobre el asunto del que hacemos juicio de valor y, a veces, resulta desconcertante por lo atrevido. El conocimiento es optativo, se suele adquirir con esfuerzo y muchos lo valoramos, aunque, desde la llegada de los medios digitales, hay una clara tendencia a despreciarlo porque ¿para qué vas a aprender aquello que puedes mirar en el móvil o en el ordenador? Y razón no les falta, pero quienes así opinan deberían abstenerse de participar en debates, coloquios y charlas en los que la base discursiva es el conocimiento; o sea que tendrían que hablar poco. El saber, que dicen no ocupa lugar, aunque de eso no estoy muy convencido, no es una necesidad primaria, se puede vivir perfectamente, incluso siendo más feliz, con escasos conocimientos, pero es conveniente, en ese supuesto, no hacer alarde de opiniones, pues hacerlo suele llevar directamente al refranero, en concreto a aquel refrán que dice: «La ignorancia es muy atrevida».

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Dentro de la costumbre de hablar de lo que no se conoce, llama poderosamente mi atención la práctica de hablar sin perspectiva, esa manía de juzgar hechos históricos bajo la perspectiva actual. Pretender juzgar actuaciones de hace varios siglos con la óptica de ahora es un despropósito que suele indicar desconocimiento de la historia. Los actos hay que juzgarlos en su contexto histórico; reescribir los hechos pasados y enjuiciarlos con las actuales normas de comportamiento indica torpeza o intencionalidad espuria. Y se hace mucho el ridículo. En este sentido, Holywood es actualmente una de las capitales del ridículo, pues esa especie de norma de que las películas deban tener una «cuota racial» lleva a increíbles despropósitos, como que aparezca en pleno siglo XVIII un noble inglés de raza negra. Sí, ya sabemos que blancos, negros, amarillos, cobrizos y malayos –según se estudiaban las razas humanas en la enciclopedia de mi niñez, o tal vez fuera en el Catón– tienen los mismos derechos, pero una cosa son los derechos individuales, o civiles, y otra, muy distinta, que con esa disculpa cambiemos la historia, pues tan ridículo resulta el ejemplo hollywoodiense indicado como demonizar a los Reyes Católicos por la conquista de América.

En una cosa estoy de acuerdo con Azaña: es conveniente pensar antes de hablar y, sobre todo, conviene hablar de lo que se sabe. Aunque sea poco.

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